miércoles, 22 de noviembre de 2006

FILOSOFIA

El sujeto autómata (*)

“A la dolorosa luz de las grandes lámparas eléctricas de la
[fábrica
tengo fiebre y escribo
Escribo haciendo rechinar los dientes, fiera ante la belleza
[de esto,
Ante la belleza de esto que desconocían totalmente los
[antiguos
(Alvaro do Campos, Oda Triunfal, 1914)”.

Hay una tendencia que se invoca para graficar un cierto desplegarse de la razón humana: esa que de los autómatas del siglo XVIII desemboca en la inteligencia artificial y la robótica del pasado siglo XX.
Paralelamente, hay un revés de la trama que señala, en las paradas obligadas por el Frankestein de Mary Shelley, con mayores matices en El Golem de Meyrink, el extravío o locura de la Razón.
[i] Si se quiere, lo familiar-siniestro —aunque no en este caso como fue objeto de tratamiento por parte de Freud[ii]—, nuestro doble que espera agazapado detrás de una puerta cerrada o en un cuarto sin puerta, como en el de Praga. Hace muy poco lo hemos visto en Mulholland Drive[iii] como revés del sueño americano.
En conjunto, todas estas aventuras hablan de las funestas consecuencias de nuestros “buenos” actos, quizás deseadas, como tragedia paralela e irreversible. Ya intuido por los contemporáneos que calificaron de brujería —con razón— a cualquiera de los autómatas de Jaquet-Droz
[iv], y afirmado luego como subtítulo del famoso texto de la Shelley, al prometeo moderno también, o particularmente a él, le esperan grandes desasosiegos cuando emprende su naturaleza virtual.
Este doble aspecto es sabido, nos es tan conocido que nuestra imaginación actual parece estar guionada por la misma Mary Shelley, desde que invirtió el optimismo decimonónico del progreso, la ciencia y la evolución.
Pero recordemos que le cupo en esta historia a aquellos prodigios mecánicos: el siglo XIX fue vinculando a los autómatas con un estadio de infancia de la humanidad, en esa particular matriz conceptual evolutiva que igualaba a los niños, los locos y los primitivos. También a los borrachos y sus delirium tremens. Y si hacían conocer su malestar también al bajo pueblo y luego a la “masa” o al “proletariado”. Los autómatas se convirtieron en juguetes industriales, en rarezas mecánicas donde orquestas de alegres monos u hombres “primitivos” tocaban el violín a las órdenes de unas pocas monedas.
Pero en definitiva aquellas ficciones se hicieron cargo de la rebelión de lo creado, de la vanidad u osadía del hombre creador, del hombre en manos del destino, del desdoblamiento de una pretendida identidad, entre otros temas —algunos clásicos—. Menos atención se prestó contemporáneamente, en cambio, a cómo funcionaba lo autómata como metáfora de los otros, con sus connotaciones de seres sin razón, toscos, monótonos y mecánicos. Operación intelectual sobre aquellos que habían sido ubicados en una etapa superada que hoy resulta una característica reconocible de la mirada historicista del evolucionismo.
La pregunta es si alguna vez se detuvo. La “masa”, como modo de adjetivación de lo social, heredará gran parte de estos atributos y contribuirá con otros específicos. Así, al momento de decir algo de la humanidad surgida de nuestras propias condiciones —la escuela, en modo general la ciudad, el mercado de trabajo—, “autómatas” fue y es, en numerosas ocasiones, el adjetivo para describir pero también para explicar a los hombres masificados —de los que sólo podría hablar su número—. Quienes trabajan como autómatas en la regularidad de una cadena de montaje o de la oficina, que hacen todos lo mismo o lo hacen mecánicamente, pero también si circulan o pasean como autómatas, insectos de la gran colmena-ciudad o si votan, consumen, opinan o adhieren como autómatas por la opción de moda.
[v] Con asiduidad la literatura crítica sobre el hombre moderno descansa sobre el sustrato de la crítica moral al hombre-autómata.
Leyendo a Millhauser
Devenida en industria, aún conservando un fuerte carácter artesanal, no ingresaron los autómatas a la categoría de “lo bello”. Por su parte, la Mecánica ya había sido relegada del lugar de preeminencia que como analogía del organismo supo conquistar, quizá al propio momento que alcanzaba el tiempo homogéneo, medido por el reloj, una fuerte hegemonía sobre los otros tiempos sociales. En este sombrío cuadro casi sólo la literatura de Millhauser imaginará para los autómatas un futuro más prometedor, en una escena donde el arte de creación de autómatas comienza a desplegarse sobre sí mismo, desarrollando un cuadro propio al modo de un “quiebre expresionista”. Lo leímos: a partir de aquí el maestro del teatro de autómatas —en su punto máximo de no retorno— abandona el ideal de la mímesis dando pie a un mundo de autómatas paralelo al mundo humano, con sus técnicas, su especificidad, sus tendencias y hasta sus propias imperfecciones.
[vi] Consolidado en esta nueva dirección, como decía el dios Picasso cuando pintaba, ya no “buscará” sino que “encontrará”[vii] en una esfera autónoma.-

(*)- Por Ricardo Fava,



Bs.As. , antropólogo, UBA.


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