Plantas de celulosa en Uruguay:
Salvavidas de plomo
Por Eduardo Galeano
Nuestros países se modernizan. Ahora el discurso oficial manda honrar la deuda (aunque sea deshonrosa), atraer inversiones (aunque sean indignas) y entrar al mundo (aunque sea por la puerta de servicio).
¿Nos seguimos creyendo los cuentos de siempre?
América Latina nació para obedecer al mercado mundial, cuando todavía el mercado mundial no se llamaba así, y mal que bien seguimos atados al deber de obediencia.
Esta triste rutina de los siglos empezó con el oro y la plata y siguió con el azúcar, el tabaco, el guano, el salitre, el cobre, el estaño, el caucho, el cacao, la banana, el café, el petróleo ¿Qué nos dejaron esos esplendores? Nos dejaron sin herencia ni querencia. Jardines convertidos en desiertos, campos abandonados, montañas agujereadas, aguas podridas, largas caravanas de infelices condenados a la muerte temprana, vacíos palacios donde deambulan los fantasmas.
Ahora es el turno de la soja transgénica y de la celulosa. Y otra vez se repite la historia de las glorias fugaces, que al son de sus trompetas nos anuncian desdichas largas.
***
¿Será mudo el pasado?
Nos negamos a escuchar las voces que nos advierten: los sueños del mercado mundial son las pesadillas de los países que a sus caprichos se someten. Seguimos aplaudiendo el secuestro de los bienes naturales que Dios, o el diablo, nos ha dado, y así trabajamos por nuestra propia perdición y contribuimos al exterminio de la poca naturaleza que queda en este mundo.
Argentina, Brasil y otros países latinoamericanos están viviendo la fiebre de la soja transgénica. Precios tentadores, rendimientos multiplicados. Argentina es, desde hace tiempo, el segundo productor mundial de transgénicos, después de Estados Unidos. En Brasil, el gobierno de Lula ejecutó una de esas piruetas que flaco favor hacen a la democracia y dijo sí a la soja transgénica, aunque su partido había dicho no durante toda la campaña electoral.
Esto es pan para hoy y hambre para mañana, como denuncian algunos sindicatos rurales y organizaciones ecologistas. Pero ya se sabe que los paisanos ignorantes se niegan a entender las ventajas del pasto de plástico y de la vaca a motor, y que los ecologistas son unos aguafiestas que siempre escupen el asado.
***
Los abogados de los transgénicos afirman que no está probado que perjudiquen la salud humana. En todo caso, tampoco está probado que no la perjudiquen. Y si tan inofensivos son, ¿por qué los fabricantes de soja transgénica se niegan a aclarar, en los envases, que venden lo que venden? ¿O acaso la etiqueta de soja transgénica no sería la mejor publicidad?
Y sí que hay evidencias de que estas invenciones del doctor Frankenstein dañan la salud del suelo y reducen la soberanía nacional.
¿Exportamos soja o exportamos suelo? ¿Y acaso no quedamos atrapados en las jaulas de Monsanto y otras grandes empresas de cuyas semillas, herbicidas y pesticidas pasamos a depender?
Tierras que producían de todo para el mercado local, ahora se consagran a un solo producto para la demanda extranjera. Me desarrollo hacia fuera, y del adentro me olvido. El monocultivo es una prisión, siempre lo fue, y ahora, con los transgénicos, mucho más. La diversidad, en cambio, libera. La independencia se reduce al himno y a la bandera si no se asienta en la soberanía alimentaria. La autodeterminación empieza por la boca. Sólo la diversidad productiva puede defendernos de los súbitos derrumbamientos de precios que son costumbre, mortífera costumbre, del mercado mundial.
Las inmensas extensiones destinadas a la soja transgénica están arrasando los bosques nativos y expulsando a los campesinos pobres.
Pocos brazos ocupan estas explotaciones altamente mecanizadas, que en cambio exterminan los plantíos pequeños y las huertas familiares con los venenos que fumigan. Se multiplica el éxodo rural a las grandes ciudades, donde se supone que los expulsados van a consumir, si los acompaña la suerte, lo que antes producían. Es la agraria reforma: la reforma agraria al revés.
***
La celulosa también se ha puesto de moda, en varios países.
Uruguay, sin ir más lejos, está queriendo convertirse en un centro mundial de producción de celulosa para abastecer de materia prima barata a lejanas fábricas de papel.
Se trata de monocultivos de exportación, en la más pura tradición colonial: inmensas plantaciones artificiales que dicen ser bosques y se convierten en celulosa en un proceso industrial que arroja desechos químicos a los ríos y hace irrespirable el aire.
Aquí empezaron siendo dos plantas enormes, una de las cuales ya está a medio construir. Luego se incorporó otro proyecto, y se habla de otro y de otro más, mientras más y más hectáreas se están destinando a la fabricación de eucaliptos en serie. Las grandes empresas internacionales nos han descubierto en el mapa y se han brotado de súbito amor por este Uruguay donde no hay tecnología capaz de controlarlas, el Estado les otorga subsidios y les evita impuestos, los salarios son raquíticos y los árboles brotan en un santiamén.
Todo indica que nuestro país chiquito no podrá soportar el asfixiante abrazo de estos grandotes. Como suele ocurrir, las bendiciones de la naturaleza se convierten en maldiciones de la historia. Nuestros eucaliptos crecen 10 veces más rápido que los de Finlandia, y esto se traduce así: las plantaciones industriales serán 10 veces más devastadoras. Al ritmo de explotación previsto, buena parte del territorio nacional será exprimido hasta la última gota de agua. Los gigantes sedientos nos van a secar el suelo y el subsuelo.
Trágica paradoja: éste ha sido el único lugar del mundo donde se sometió a plebiscito la propiedad del agua. Por abrumadora mayoría, los uruguayos decidimos, en el año 2004, que el agua sería de propiedad pública. ¿No habrá manera de evitar este secuestro de la voluntad popular?
***
La celulosa, hay que reconocerlo, se ha convertido en algo así como una causa patriótica, y la defensa de la naturaleza no despierta entusiasmo. Y peor: en nuestro país, enfermo de celulitis, algunas palabras que no eran malas palabras, como ecologista y ambientalista, se están convirtiendo en insultos que crucifican a los enemigos del progreso y a los saboteadores del trabajo.
Se celebra la desgracia como si fuera una buena noticia. Más vale morir de contaminación que morir de hambre: muchos desocupados creen que no hay más remedio que elegir entre dos calamidades, y los vendedores de ilusiones desembarcan ofreciendo miles y miles de empleos. Pero una cosa es la publicidad, y otra la realidad. El MST, el movimiento de campesinos sin tierra, ha difundido datos elocuentes, que no sólo valen para Brasil: la celulosa genera un empleo cada 185 hectáreas y la agricultura familiar crea cinco empleos por cada 10 hectáreas.
Las empresas prometen lo mejor. Trabajo a raudales, millonarias inversiones, estrictos controles, aire puro, agua limpia, tierra intacta. Y uno se pregunta: ¿por qué no instalan estas maravillas en Punta del Este, para mejorar la calidad de vida y estimular el turismo en nuestro principal balneario?
Eduardo Galeano, escritor y periodista uruguayo,
Salvavidas de plomo
Por Eduardo Galeano
Nuestros países se modernizan. Ahora el discurso oficial manda honrar la deuda (aunque sea deshonrosa), atraer inversiones (aunque sean indignas) y entrar al mundo (aunque sea por la puerta de servicio).
¿Nos seguimos creyendo los cuentos de siempre?
América Latina nació para obedecer al mercado mundial, cuando todavía el mercado mundial no se llamaba así, y mal que bien seguimos atados al deber de obediencia.
Esta triste rutina de los siglos empezó con el oro y la plata y siguió con el azúcar, el tabaco, el guano, el salitre, el cobre, el estaño, el caucho, el cacao, la banana, el café, el petróleo ¿Qué nos dejaron esos esplendores? Nos dejaron sin herencia ni querencia. Jardines convertidos en desiertos, campos abandonados, montañas agujereadas, aguas podridas, largas caravanas de infelices condenados a la muerte temprana, vacíos palacios donde deambulan los fantasmas.
Ahora es el turno de la soja transgénica y de la celulosa. Y otra vez se repite la historia de las glorias fugaces, que al son de sus trompetas nos anuncian desdichas largas.
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¿Será mudo el pasado?
Nos negamos a escuchar las voces que nos advierten: los sueños del mercado mundial son las pesadillas de los países que a sus caprichos se someten. Seguimos aplaudiendo el secuestro de los bienes naturales que Dios, o el diablo, nos ha dado, y así trabajamos por nuestra propia perdición y contribuimos al exterminio de la poca naturaleza que queda en este mundo.
Argentina, Brasil y otros países latinoamericanos están viviendo la fiebre de la soja transgénica. Precios tentadores, rendimientos multiplicados. Argentina es, desde hace tiempo, el segundo productor mundial de transgénicos, después de Estados Unidos. En Brasil, el gobierno de Lula ejecutó una de esas piruetas que flaco favor hacen a la democracia y dijo sí a la soja transgénica, aunque su partido había dicho no durante toda la campaña electoral.
Esto es pan para hoy y hambre para mañana, como denuncian algunos sindicatos rurales y organizaciones ecologistas. Pero ya se sabe que los paisanos ignorantes se niegan a entender las ventajas del pasto de plástico y de la vaca a motor, y que los ecologistas son unos aguafiestas que siempre escupen el asado.
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Los abogados de los transgénicos afirman que no está probado que perjudiquen la salud humana. En todo caso, tampoco está probado que no la perjudiquen. Y si tan inofensivos son, ¿por qué los fabricantes de soja transgénica se niegan a aclarar, en los envases, que venden lo que venden? ¿O acaso la etiqueta de soja transgénica no sería la mejor publicidad?
Y sí que hay evidencias de que estas invenciones del doctor Frankenstein dañan la salud del suelo y reducen la soberanía nacional.
¿Exportamos soja o exportamos suelo? ¿Y acaso no quedamos atrapados en las jaulas de Monsanto y otras grandes empresas de cuyas semillas, herbicidas y pesticidas pasamos a depender?
Tierras que producían de todo para el mercado local, ahora se consagran a un solo producto para la demanda extranjera. Me desarrollo hacia fuera, y del adentro me olvido. El monocultivo es una prisión, siempre lo fue, y ahora, con los transgénicos, mucho más. La diversidad, en cambio, libera. La independencia se reduce al himno y a la bandera si no se asienta en la soberanía alimentaria. La autodeterminación empieza por la boca. Sólo la diversidad productiva puede defendernos de los súbitos derrumbamientos de precios que son costumbre, mortífera costumbre, del mercado mundial.
Las inmensas extensiones destinadas a la soja transgénica están arrasando los bosques nativos y expulsando a los campesinos pobres.
Pocos brazos ocupan estas explotaciones altamente mecanizadas, que en cambio exterminan los plantíos pequeños y las huertas familiares con los venenos que fumigan. Se multiplica el éxodo rural a las grandes ciudades, donde se supone que los expulsados van a consumir, si los acompaña la suerte, lo que antes producían. Es la agraria reforma: la reforma agraria al revés.
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La celulosa también se ha puesto de moda, en varios países.
Uruguay, sin ir más lejos, está queriendo convertirse en un centro mundial de producción de celulosa para abastecer de materia prima barata a lejanas fábricas de papel.
Se trata de monocultivos de exportación, en la más pura tradición colonial: inmensas plantaciones artificiales que dicen ser bosques y se convierten en celulosa en un proceso industrial que arroja desechos químicos a los ríos y hace irrespirable el aire.
Aquí empezaron siendo dos plantas enormes, una de las cuales ya está a medio construir. Luego se incorporó otro proyecto, y se habla de otro y de otro más, mientras más y más hectáreas se están destinando a la fabricación de eucaliptos en serie. Las grandes empresas internacionales nos han descubierto en el mapa y se han brotado de súbito amor por este Uruguay donde no hay tecnología capaz de controlarlas, el Estado les otorga subsidios y les evita impuestos, los salarios son raquíticos y los árboles brotan en un santiamén.
Todo indica que nuestro país chiquito no podrá soportar el asfixiante abrazo de estos grandotes. Como suele ocurrir, las bendiciones de la naturaleza se convierten en maldiciones de la historia. Nuestros eucaliptos crecen 10 veces más rápido que los de Finlandia, y esto se traduce así: las plantaciones industriales serán 10 veces más devastadoras. Al ritmo de explotación previsto, buena parte del territorio nacional será exprimido hasta la última gota de agua. Los gigantes sedientos nos van a secar el suelo y el subsuelo.
Trágica paradoja: éste ha sido el único lugar del mundo donde se sometió a plebiscito la propiedad del agua. Por abrumadora mayoría, los uruguayos decidimos, en el año 2004, que el agua sería de propiedad pública. ¿No habrá manera de evitar este secuestro de la voluntad popular?
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La celulosa, hay que reconocerlo, se ha convertido en algo así como una causa patriótica, y la defensa de la naturaleza no despierta entusiasmo. Y peor: en nuestro país, enfermo de celulitis, algunas palabras que no eran malas palabras, como ecologista y ambientalista, se están convirtiendo en insultos que crucifican a los enemigos del progreso y a los saboteadores del trabajo.
Se celebra la desgracia como si fuera una buena noticia. Más vale morir de contaminación que morir de hambre: muchos desocupados creen que no hay más remedio que elegir entre dos calamidades, y los vendedores de ilusiones desembarcan ofreciendo miles y miles de empleos. Pero una cosa es la publicidad, y otra la realidad. El MST, el movimiento de campesinos sin tierra, ha difundido datos elocuentes, que no sólo valen para Brasil: la celulosa genera un empleo cada 185 hectáreas y la agricultura familiar crea cinco empleos por cada 10 hectáreas.
Las empresas prometen lo mejor. Trabajo a raudales, millonarias inversiones, estrictos controles, aire puro, agua limpia, tierra intacta. Y uno se pregunta: ¿por qué no instalan estas maravillas en Punta del Este, para mejorar la calidad de vida y estimular el turismo en nuestro principal balneario?
Eduardo Galeano, escritor y periodista uruguayo,
autor de "Las venas abiertas de América Latina" y "Memorias del fuego".
*Agradecemos a Antonio Tarragó Ros el envio de esta nota
*Agradecemos a Antonio Tarragó Ros el envio de esta nota
1 comentario:
Oscar del Barco es el más importante Filosofo Argentino.De ahí la importancia de silenciar su acto de contricción, en medio del triunfalismo de la cultura impuesta por el virreynato de la flya Kirchner.
Oscar del Barco y su solitario grito Argentino
Hace unos días discutíamos con unos amigos sobre lo mágico, lo pavorosamente mágico, que resulta que un tipo como Oscar del Barco viva en una esquina de Villa Cabrera. Yo le hice hace algunos años una entrevista. Llegué a su casa con 25 años. Salí y ya no importaba el tiempo. La entrevista salió en Ñ. Tampoco importaba eso.
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En octubre y noviembre de 2004, la revista cordobesa La Intemperie publicó un testimonio en el que Héctor Jouve, ex integrante del Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP), relata cómo fueron las ejecuciones de Adolfo Rotblat y Bernardo Groswald (miembros de la organización) en el monte salteño.
En diciembre, el filósofo Oscar del Barco envió a la revista una carta (que puede leerse completa en el sitio www.revistalaintemperie.com.ar) en la que se declara responsable de esas muertes por el hecho de haber apoyado al EGP. “Todos los que de alguna manera simpatizamos o participamos, directa o indirectamente, en el movimiento Montoneros, en el ERP, en la FAR o en cualquier otra organización armada, somos responsables de sus acciones”, dice.
En uno de los pasajes más polémicos de la carta, el filósofo cordobés afirma que el poeta Juan Gelman “tiene que abandonar su postura de poeta-mártir y asumir su responsabilidad como uno de los principales dirigentes de la dirección del movimiento armado Montoneros. Su responsabilidad fue directa en el asesinato de policías y militares.
Debe confesar esos crímenes y pedir perdón por lo menos a la sociedad”. El texto originó un intenso debate del que participaron entre otros Héctor Schmucler, Jorge Jimkis, Eduardo Grüner y Martín Caparrós, en distintos medios. En la entrevista a Beatriz Sarlo publicada en Ñ nº 101, la directora de Punto de Vista también se sumó a la discusión.
-¿Qué motivó que usted se declarase, en la carta a La Intemperie, culpable del asesinato de Adolfo Rotblat?
-En realidad sucedió algo al margen mío, fue algo que sucedió de repente, algo que simplemente aconteció, como una gracia. De pronto, después de treinta años, apareció algo como un llamado, una voz que preguntaba -estoy utilizando una imagen- ¿qué has hecho? ¿cómo participaste en la muerte de ese chico que estaba tan mal, tan enfermo?
-Lo raro es el tiempo transcurrido, esos treinta años.
-Creo que en estas cosas no hay tiempo. Diría que es algo atemporal. Podrían pasar cien años y sería exactamente lo mismo.
-Pero si usted no participó, ni directa ni indirectamente en el asesinato de Rotblat, ¿por qué se cree o siente culpable?
-La culpa no es fundamentalmente un sentimiento, es ante todo un hecho. Tal vez sea algo que constituye lo que llamamos hombre. Todo el dolor de las guerras, de las torturas, de la sevicia, de la bestialidad, de la violencia cotidiana, de pronto llegan a la conciencia y la arrasan. Son esa gran carnicería y la infinidad de injusticias, de traumas, de persecuciones, aquí, alrededor de uno y en todas partes del mundo, las que se manifiestan como culpa.
-¿Qué opina de lo que dijo Beatriz Sarlo en Ñ, respecto de esta cuestión?
-Ella dice “todos estábamos de acuerdo con la liquidación violenta de nuestros enemigos o no necesariamente enemigos”, y punto, se queda ahí. Para mí, por el contrario, ese reconocimiento no sólo es terrible sino que es actual, e implica nuestro ser como ser libre y, por lo tanto, pasible de ser responsable. Además entiende este hecho, el de la “liquidación” del otro, recurriendo a la idea de “universo ético” (donde no existían los “valores humanos”) y de “configuración histórica”. Para ella, las cosas terminan en lo ya dado, mientras que para mí es a partir de ese punto que comienzan. La posición de ella conduce a la aceptación y a tratar de explicar lo sucedido, para mí se trata no sólo de explicar lo sucedido, sino de un reconocimiento de culpabilidad y de un acto de contrición que no cierran nada sino que abren a un universo de cuestionamientos.
-¿Es en este sentido que usted acusa a Juan Gelman?
-Yo no acuso a Gelman, digo que si él, como lo afirma en su entrevista a Babelia de octubre del año pasado, considera perentorio “decir la verdad”, él, consecuente y lógicamente, tendría que decir la verdad. Él reconoce su participación, que además es conocida por todos, en la dirección de Montoneros hasta 1979. Pero con esto no basta.
-¿Qué verdad?
-La de los actos, la de las decisiones, la de cómo decidían las muertes, de quiénes las realizaban, de cómo las realizaban, de cómo juzgaban, de quiénes defendían a los acusados, ¿o nadie los defendía? ¿O con decir que fue dirigente montonero, que fue un “revolucionario”, así, en general, es suficiente? ¿Por qué les exige a los otros lo que no hace él mismo?
-¿Todos los que luchaban eran responsables?
-El que se prepara para matar y el que mata y los que apoyan a los que matan, son responsables de sus actos. Y ninguna causa, ningún ideal, justifica el acto horrendo.
-Entonces no se podría hacer nada. No se podría, por ejemplo, hacer la revolución.
-Se podrían hacer una infinidad de cosas. Sin matar. En cuanto a las revoluciones, mire usted en lo que terminaron: en masacres, en campos de exterminio, en nuevos y feroces capitalismos. Tanta sangre, tanto sufrimiento y espanto, ¡para terminar en lo mismo!
-De lo que usted afirma podría deducirse que la dictadura militar fue lo mismo que los grupos guerrilleros.
-La dictadura llevó el terrorismo de Estado a un límite insuperable, inimaginable, de monstruosidad. Me atrevería a hablar de una maldad absoluta. Dicho esto hay que reconocer que en un punto la guerrilla actuó de manera semejante: por medio del asesinato de los considerados “enemigos” (como los llama Sarlo), es decir, mediante una violencia extrema. Creo que la dirección de Montoneros o del Erp también deseaban llevar el país a un estado de inaudita violencia. Como supieron hacerlo Lenin, Stalin, Mao, el Che, etc.
-Para Beatriz Sarlo se trata de las circunstancias o “configuraciones” históricas, ella dice que sus “valores presentes no eran los de ese momento”.
-Sí, pero así, con ese sólo reconocimiento, no se obvian las responsabilidades. Es fácil decir “ahora tengo otros valores” o “mi ética es inmanente y humana”. Pero aquí están de por medio vidas concretas, muertes concretas, de las que fuimos, como ella misma dice, responsables.
Sarlo dice que estábamos dispuestos “a liquidar” (y es cierto, estábamos dispuestos a matar, luego no éramos niñitos inocentes) pero no saca las conclusiones, digamos lógicas, casi naturales, de esa afirmación. Es como si fueran tres o cuatro palabras más, como si se estuviera refiriendo a una piedra, pero si piensa que iba a matar un ser humano, es decir, un absoluto, el único absoluto posible, un ser con padres, con hijos, con novias, con cuadernos, con amores. No es que “íbamos a matar” sino que íbamos a matar un hombre con nombre y apellido.
-Pero el mundo se ha hecho así, lo han hecho hombres violentos como los que usted critica.
-Es cierto, pero mire el mundo, mire el horror del mundo que tenemos.
-Pero ¿qué consecuencias se sacan de su planteo? ¿Cómo respondería usted a la vieja pregunta sobre qué hacer?
-No sé. En lugar de la potencia habría que sostener la fragilidad, la vacilación. Al terrible y vergonzoso deseo egolátrico de tener éxito, de triunfar, de ser reconocido, ¿porqué no oponer la reivindicación del fracaso? ¿Quiénes son los “bienaventurados”?
Los buenos, los mansos, los enfermos, los sufrientes. ¿Acaso Ezra Pound no estuvo l2 años en un manicomio, acaso Bonino no se suicidó en un manicomio, acaso Vallejo no se murió de hambre y van Velde no tuvo que ser socorrido por Beckett, y Juan L. Ortiz no fue pobre como un pajarito, acaso Mandelstam no fue asesinado por Stalin, acaso Celan no se arrojó al Sena?
¿No son todos ellos, los débiles, como dijo Tarkovski, quienes sostienen el mundo? Y no se trata de palabras. Creo, me parece, que no hay otra posibilidad. Son millones.
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