jueves, 17 de abril de 2014

De la Gracia y el Entramado - Homenaje a Elida Manselli y Oscar Portela-



                        
  

                                    De la Gracia y el Entramado 

Homenaje a Elida Manselli y Oscar Portela


Muerte de un potrillo /  
 Virgilio / 
Plegaba el corazón / Plegaba un ala / 
Porque la otra sacudiría el resto de amor que alumbraría (…) / 
Y seria el claro paraje del signo / 
Encarnación / 
Por donde huirían todas las tragedias / 
Y vendría lo temido y lo deseado.-

   Este poema de Elida Manselli dedicado a Oscar Portela, en el libro Gracia-Torcaza  (1974)  con su tono épico, es la  semblanza de un entramado de poetas sujetos a la elle,  esa letra (ll) pronunciada con estilo en el pronunciar correntino. Sigo entonces esa marca en la telaraña que inagura Francisco Madariaga con la red de nombres propios en las dedicatorias que escribe en sus libros: Política de nombres en un  entramado amigo, intertextual,  aunque siempre alguno se escapa.

 Manselli y Portela, son dos poetas que usan de manera diferente el significante “Gracia”, para ella como el intercambio de dones en el agradecimiento, para el otro evoca ese golpe mortal, signo de una des-gracia. Ambos en su “Gracia” dejan escapar la ambigüedad propia de su criatura, la poesía. (1) 

  Hace unos días Alejandro Bovino me sugería un homenaje a Oscar Portela y Elida Manselli reconstruyendo la poesía correntina de los años setenta,  ochenta, noventa… un progreso lineal desde un lugar mítico, primero y original. Había una vez un padre original –dice Freud- que causa nostalgia; en este caso se trata de un primer movimiento artístico llamado “la nueva canción correntina”. Esto demostraría, que como siempre, antes de las canciones estuvo en su letra el poema. Como la Atlántida hundida, hubo un sitio cosmogónico dónde se hizo parir la vida de las buenas palabras.  

   Aquel comienzo bien podría tener u proto-padre en Francisco Madariaga, quien en su libro Criollo del Universo,  hace  esas dedicatorias a amigos en el mismo sendero como si fueran a ir juntos en sus viajes desde Yaguareté Corá hacia el Mar de los Castillos en las playas de Uruguay. Sus compañeros de ruta porteños: Edgar Bayley, Enrique Molina, o el pintor Martínez Howard. Pero en su  laberinto surrealista también habitaba la “elle” de Guillermo Parodi, Oscar Portela, Teresa Parodi. Sobre todos ellos, el silencio de Elida Manselli; su  causa mujer, la seda de su pluma. Madariaga y Portela cantaron la Corrientes de Marta Quiles, Edgard Romero Maciel y Zitto Segovia, la de Cacho Gonzalez Vedoya y Marily Morales Segovia; más algún otro que el olvido protege. 

  En el ensayo La Angustia de las influencias Harold Bloom describe esa extrañeza que aparece cuando uno se debe reconocer heredero de un antecesor, aquel al que puede imitar, copiar, o negar…  Es aquello que Borges reconoció al final de Macedonio Fernandez : “lo imité hasta el más devoto plagio”;  frase pronunciada  como discurso de despedida a Macedonio en el cementerio.  Cada autor crea sus propios precursores como un  árbol genealógico que se inventa de la nada pero siempre con alguien. Borges lo retoma en “Kafka y sus precursores”: ¿Cómo hacerse de un origen, si ella la literatura, está casi siempre deconstruyendo el padre original que es  un autor? Se abstiene de toda genealogía de un progenitor que diga un oráculo, primero.

 En el prefacio a Golpe de Gracia, hay un retrato su autor Portela escrito por Madariaga: “Bandidejo especial que ha sabido conducir el Ser hacia un lila especial. Viva pues su camino de salvación lila. Santo andante por tabernas y correrías en las que solo a fuerza de ser poeta, pudo comunicar sin confundirlas la poesía con la filosofía.”  

   Conocí a Oscar ya de siglo XXI. Fué después que Juan José Folgerá me diera su libo Regresos, a la vuelta de su exilio en España. Leer a Folgerá  genera otra cosa diferente a la prosa mitológica y trágica de Portela, su tono es elevado y mundano a la vez. También habría que evocar aquí el andar tragicómico de Gerardo Pisarello -la belleza de Che Retá- , que permite huir del puro paisaje de junco, tero y  yacaré; para sospechar que la letra esconde algo nuevo, una potencia que lo griegos llamaron poeísis.

  Respondo entonces en brevedad a la pregunta por los orígenes poéticos y las influencias. Si allá por los setenta hubo en Corrientes un movimiento de poetas, cantautores y músicos que con distintos cabos de cuerda forjaron un nudo,  el futuro de la nueva literatura se armará como otra cosa,  pero no sin desanudar esa intriga. Sabemos que a la hora de escribir hay una pura soledad; ningún lugar ni tiempo nos cobija para un “decir” cada vez menos tonto.

   De Oscar recuerdo su exigencia heiddegeriana que me hiciera leer muchos textos antes que sentencie: “eso sí es un poema”. A Elida me hubiera gustado preguntarle sobre su estar entre el monte y el mar desprendiéndose de su precursor, volando como torcaza, plena de dones… Había una vez un padre original: venimos todos de ahí, volamos algunos desde ahí.-

Enrique Acuña

 Buenos Aires; 15 de abril 2014.-

Notas:
(1)- “Gracia” es el elemento común y diferente en dos títulos de los libros de E. Mancelli,  Gracia-Torcaza (Ed.  Botella al mar, Bs. As., 1978) y Golpe de Gracia de O. Portela (Ed. Marymar, Bs. As; 1990).-

domingo, 2 de marzo de 2014

"Epifanía de los Epitafios- poemas-" de Enrique Acuña. Un comentario


Un poema (im)perfecto


 

Las casualidades o -como solemos decir en el campo del psicoanálisis -las contingencias de un encuentro, a veces dan un envión, impulsan cosas que uno viene pensando_ Y, de golpe, una idea se impone con la certeza de un descubrimiento.

Así sucedió al enterarme a través de un noticiero por televisión del  fallecimiento de un poeta: Juan Gelman. En una entrevista de archivo Gelman decía: “El poema perfecto es escribir la muerte”.  De inmediato recordé el único poema de Epifanía de los epitafios[i] de Enrique Acuña, que había leído hasta ese momento-también por azar, ya que el libro se había abierto en la página 9. Es el poema que le dio nombre, al modo de título. Un poema perfecto.

El “cespedmenterio” me había hechizado. Una palabra que circunscribe la muerte. Le da bordes.

Así lo decía Martín Alvarenga en su comentario: “Epifanía de los epitafios no es muerte, clausura, ni punto y aparte, más bien se trata de un libro que deja puntos suspensivos al lector, puntos en levitación que indican apertura de vida (…)”.[ii]

Estamos advertidos que cada uno lee con su fantasma. Ergo, no pretendo escribir sobre el autor ni sobre sus intenciones de significación porque sé que terminaría refiriéndome a mí misma. Pero un poema perfecto es también eso. Tiene una función. Nos permite apropiarnos, adueñarnos de él; dice cada vez lo mismo y algo distinto. Si eso no sucediese, entonces no sería perfecto, se dejaría leer con indiferencia.

No obstante esto, me parece que tiene sus aristas hablar, como Gelman, de un “poema perfecto”. Creo que la poesía tiene su origen mismo en lo imperfecto. En lo que falla, en lo que angustia, en lo que erra, cuando no hay palabra que pueda decir… Y no obstante, el poema dice.

Sigmund Freud da dos nombres al abismo: sexualidad y muerte. Enrique Acuña lo nombra a su vez epifanía de los epitafios. Un taco de zapato nos arma el itinerario: aguja, roto, hueco. En ese poema uno se fuga con nardos, se tropiezan lápidas, se desnudan héroes, levita un felino, se sienten (¿o se da sentido a?) los sonidos. Conviven la carcajada y el silencio.

Es un poema que resuena en el cuerpo y que me hace presente una  afirmación de Roland Barthes  sobre la escritura: “Partiendo de la palabra escrita, podría remontarme a la mano, al músculo, a la sangre, a la pulsión, a la cultura y al goce del cuerpo. Por ambas partes, la escritura-lectura se expande hasta el infinito, compromete a todo el hombre, a su cuerpo y a su historia; es un acto pánico cuya única definición segura es que no se detiene en ninguna parte”.

Acto pánico. O, más bien,  acto frente al pánico. Sexualidad y muerte son abordados por el acto. El de escribir. Y eso sí detiene lo que no se detiene. Al menos, por un instante.

Entonces, el poema es perfecto sólo por un momento y es en su imperfección -ya que falla en decir sexualidad/muerte de una vez y para siempre- que radica su potencialidad de decir. Porque abre la necesidad de otro poema, y otro, y otro. Y así está hecho este libro: en los epitafios, cuando podría creerse que ya no hay nada más que decir, acontecen las epifanías.

                                                                                                                                          Verónica Ortiz



[i] Enrique Acuña: Epifanía de los Epitafios –poemas-  Ediciones del Changarrito. México, 2013. (55 págs.
[ii] Comentario de Martín Alvarenga a este mismo libro en el boletín “El loro de AVA”-enero 2014.-