jueves, 17 de abril de 2014

De la Gracia y el Entramado - Homenaje a Elida Manselli y Oscar Portela-



                        
  

                                    De la Gracia y el Entramado 

Homenaje a Elida Manselli y Oscar Portela


Muerte de un potrillo /  
 Virgilio / 
Plegaba el corazón / Plegaba un ala / 
Porque la otra sacudiría el resto de amor que alumbraría (…) / 
Y seria el claro paraje del signo / 
Encarnación / 
Por donde huirían todas las tragedias / 
Y vendría lo temido y lo deseado.-

   Este poema de Elida Manselli dedicado a Oscar Portela, en el libro Gracia-Torcaza  (1974)  con su tono épico, es la  semblanza de un entramado de poetas sujetos a la elle,  esa letra (ll) pronunciada con estilo en el pronunciar correntino. Sigo entonces esa marca en la telaraña que inagura Francisco Madariaga con la red de nombres propios en las dedicatorias que escribe en sus libros: Política de nombres en un  entramado amigo, intertextual,  aunque siempre alguno se escapa.

 Manselli y Portela, son dos poetas que usan de manera diferente el significante “Gracia”, para ella como el intercambio de dones en el agradecimiento, para el otro evoca ese golpe mortal, signo de una des-gracia. Ambos en su “Gracia” dejan escapar la ambigüedad propia de su criatura, la poesía. (1) 

  Hace unos días Alejandro Bovino me sugería un homenaje a Oscar Portela y Elida Manselli reconstruyendo la poesía correntina de los años setenta,  ochenta, noventa… un progreso lineal desde un lugar mítico, primero y original. Había una vez un padre original –dice Freud- que causa nostalgia; en este caso se trata de un primer movimiento artístico llamado “la nueva canción correntina”. Esto demostraría, que como siempre, antes de las canciones estuvo en su letra el poema. Como la Atlántida hundida, hubo un sitio cosmogónico dónde se hizo parir la vida de las buenas palabras.  

   Aquel comienzo bien podría tener u proto-padre en Francisco Madariaga, quien en su libro Criollo del Universo,  hace  esas dedicatorias a amigos en el mismo sendero como si fueran a ir juntos en sus viajes desde Yaguareté Corá hacia el Mar de los Castillos en las playas de Uruguay. Sus compañeros de ruta porteños: Edgar Bayley, Enrique Molina, o el pintor Martínez Howard. Pero en su  laberinto surrealista también habitaba la “elle” de Guillermo Parodi, Oscar Portela, Teresa Parodi. Sobre todos ellos, el silencio de Elida Manselli; su  causa mujer, la seda de su pluma. Madariaga y Portela cantaron la Corrientes de Marta Quiles, Edgard Romero Maciel y Zitto Segovia, la de Cacho Gonzalez Vedoya y Marily Morales Segovia; más algún otro que el olvido protege. 

  En el ensayo La Angustia de las influencias Harold Bloom describe esa extrañeza que aparece cuando uno se debe reconocer heredero de un antecesor, aquel al que puede imitar, copiar, o negar…  Es aquello que Borges reconoció al final de Macedonio Fernandez : “lo imité hasta el más devoto plagio”;  frase pronunciada  como discurso de despedida a Macedonio en el cementerio.  Cada autor crea sus propios precursores como un  árbol genealógico que se inventa de la nada pero siempre con alguien. Borges lo retoma en “Kafka y sus precursores”: ¿Cómo hacerse de un origen, si ella la literatura, está casi siempre deconstruyendo el padre original que es  un autor? Se abstiene de toda genealogía de un progenitor que diga un oráculo, primero.

 En el prefacio a Golpe de Gracia, hay un retrato su autor Portela escrito por Madariaga: “Bandidejo especial que ha sabido conducir el Ser hacia un lila especial. Viva pues su camino de salvación lila. Santo andante por tabernas y correrías en las que solo a fuerza de ser poeta, pudo comunicar sin confundirlas la poesía con la filosofía.”  

   Conocí a Oscar ya de siglo XXI. Fué después que Juan José Folgerá me diera su libo Regresos, a la vuelta de su exilio en España. Leer a Folgerá  genera otra cosa diferente a la prosa mitológica y trágica de Portela, su tono es elevado y mundano a la vez. También habría que evocar aquí el andar tragicómico de Gerardo Pisarello -la belleza de Che Retá- , que permite huir del puro paisaje de junco, tero y  yacaré; para sospechar que la letra esconde algo nuevo, una potencia que lo griegos llamaron poeísis.

  Respondo entonces en brevedad a la pregunta por los orígenes poéticos y las influencias. Si allá por los setenta hubo en Corrientes un movimiento de poetas, cantautores y músicos que con distintos cabos de cuerda forjaron un nudo,  el futuro de la nueva literatura se armará como otra cosa,  pero no sin desanudar esa intriga. Sabemos que a la hora de escribir hay una pura soledad; ningún lugar ni tiempo nos cobija para un “decir” cada vez menos tonto.

   De Oscar recuerdo su exigencia heiddegeriana que me hiciera leer muchos textos antes que sentencie: “eso sí es un poema”. A Elida me hubiera gustado preguntarle sobre su estar entre el monte y el mar desprendiéndose de su precursor, volando como torcaza, plena de dones… Había una vez un padre original: venimos todos de ahí, volamos algunos desde ahí.-

Enrique Acuña

 Buenos Aires; 15 de abril 2014.-

Notas:
(1)- “Gracia” es el elemento común y diferente en dos títulos de los libros de E. Mancelli,  Gracia-Torcaza (Ed.  Botella al mar, Bs. As., 1978) y Golpe de Gracia de O. Portela (Ed. Marymar, Bs. As; 1990).-

domingo, 2 de marzo de 2014

"Epifanía de los Epitafios- poemas-" de Enrique Acuña. Un comentario


Un poema (im)perfecto


 

Las casualidades o -como solemos decir en el campo del psicoanálisis -las contingencias de un encuentro, a veces dan un envión, impulsan cosas que uno viene pensando_ Y, de golpe, una idea se impone con la certeza de un descubrimiento.

Así sucedió al enterarme a través de un noticiero por televisión del  fallecimiento de un poeta: Juan Gelman. En una entrevista de archivo Gelman decía: “El poema perfecto es escribir la muerte”.  De inmediato recordé el único poema de Epifanía de los epitafios[i] de Enrique Acuña, que había leído hasta ese momento-también por azar, ya que el libro se había abierto en la página 9. Es el poema que le dio nombre, al modo de título. Un poema perfecto.

El “cespedmenterio” me había hechizado. Una palabra que circunscribe la muerte. Le da bordes.

Así lo decía Martín Alvarenga en su comentario: “Epifanía de los epitafios no es muerte, clausura, ni punto y aparte, más bien se trata de un libro que deja puntos suspensivos al lector, puntos en levitación que indican apertura de vida (…)”.[ii]

Estamos advertidos que cada uno lee con su fantasma. Ergo, no pretendo escribir sobre el autor ni sobre sus intenciones de significación porque sé que terminaría refiriéndome a mí misma. Pero un poema perfecto es también eso. Tiene una función. Nos permite apropiarnos, adueñarnos de él; dice cada vez lo mismo y algo distinto. Si eso no sucediese, entonces no sería perfecto, se dejaría leer con indiferencia.

No obstante esto, me parece que tiene sus aristas hablar, como Gelman, de un “poema perfecto”. Creo que la poesía tiene su origen mismo en lo imperfecto. En lo que falla, en lo que angustia, en lo que erra, cuando no hay palabra que pueda decir… Y no obstante, el poema dice.

Sigmund Freud da dos nombres al abismo: sexualidad y muerte. Enrique Acuña lo nombra a su vez epifanía de los epitafios. Un taco de zapato nos arma el itinerario: aguja, roto, hueco. En ese poema uno se fuga con nardos, se tropiezan lápidas, se desnudan héroes, levita un felino, se sienten (¿o se da sentido a?) los sonidos. Conviven la carcajada y el silencio.

Es un poema que resuena en el cuerpo y que me hace presente una  afirmación de Roland Barthes  sobre la escritura: “Partiendo de la palabra escrita, podría remontarme a la mano, al músculo, a la sangre, a la pulsión, a la cultura y al goce del cuerpo. Por ambas partes, la escritura-lectura se expande hasta el infinito, compromete a todo el hombre, a su cuerpo y a su historia; es un acto pánico cuya única definición segura es que no se detiene en ninguna parte”.

Acto pánico. O, más bien,  acto frente al pánico. Sexualidad y muerte son abordados por el acto. El de escribir. Y eso sí detiene lo que no se detiene. Al menos, por un instante.

Entonces, el poema es perfecto sólo por un momento y es en su imperfección -ya que falla en decir sexualidad/muerte de una vez y para siempre- que radica su potencialidad de decir. Porque abre la necesidad de otro poema, y otro, y otro. Y así está hecho este libro: en los epitafios, cuando podría creerse que ya no hay nada más que decir, acontecen las epifanías.

                                                                                                                                          Verónica Ortiz



[i] Enrique Acuña: Epifanía de los Epitafios –poemas-  Ediciones del Changarrito. México, 2013. (55 págs.
[ii] Comentario de Martín Alvarenga a este mismo libro en el boletín “El loro de AVA”-enero 2014.-

miércoles, 27 de noviembre de 2013

*Epifanía de los Epitafios* -poemas- de Enrique Acuña. Un comentario de Martín Alvarenga.-



                                 


                                ENRIQUE ACUÑA: EPIFANÍA DE LOS EPITAFIOS*

                                                                                         
                                                                                                            Por Martín Alvarenga


Las huellas del misterio

Mi aseveración acerca de esta propuesta poética, radica en la intención de atrapar las huellas de lo real inexplorado y la sensación que conlleva el abordaje ante la imposibilidad de atrapar ese arcano, en la palpitación dinámica entre la epifanía y el epitafio. 

La palabra nunca se abre ni se cierra del todo en cualquier contexto, ya sea en la sucesión o en la simultaneidad de la travesura del tiempo. Epifanía o teofanía, manifestación de lo sobrenatural o experiencia visionaria; epitafio, homenaje en micro-texto en la lápida que registra la voluntad resumida de una vida, también elegía, aforismo, sentencia o poema comprimido en unas líneas, acerca de alguien que ha partido para no volver al pequeño gran reino e infierno de ese mundo.                                                                                                                            
El poeta discurre en el atolladero del insomnio en procura de hurgar esa dualidad pretérita y prístina entre el principio y el fin de lo humano, fuente inagotable de interrogaciones, dudas y  repuestas que no dictan sentencia final sobre lo que el hombre mismo se pregunta desde que se supo a sí mismo habitante nómade de este lugar en el cosmos. 

De todos modos, el presente poemario se inclina hacia la afirmación de la vida entre la cadena de conflictos segmentada por instantes de bonanza, afirmación en cadena que no se formula blanco sobre negro sino que incluye la miríada de matices de la cual somos indefensos pararrayos, en las secuencias de la inspiración, la expresión y la acción del ida y vuelta con el lector que acecha desde siempre.

De manera acentuada, en este subtrópico, abismado por la palabra-alma, cuerpo-palabra, espíritu-cuerpo que, en círculos concéntricos nos contrae y nos dilata, a un no lugar y a un no tiempo en que el epitafio podría ser epifanía o manifestación de un suceso aún no acreditado en la verbalización del texto.
                  

Encuentro con el otro-cómplice

 Todo autor se encuentra estimulado por su cultura y por lo que es capaz de generar en el diálogo intercultural; en particular, en Epifanía de los epitafios convergen el barroco, el surrealismo más un par de doces con la poesía concreta y ciertas marcas semánticas de lo guaranítico, que no hacen más que alimentar la fecundidad preexistente en estos poemas, al punto hacer un guiño al romanticismo y la nomenclatura del psicoanálisis.
Textos que se fueron amasando hace más de veinte años ahora viven este parto asombroso de la lectura como interpelación y bumerang, como el preguntarse inagotable por su recurrente nacimiento.       
  
  El prefacio escrito por Acuña dice: Entonces habría que vengarse del lenguaje con el lenguaje, disparar con los puntos sucesivos que fallan en liquidar al autor, al fin un sujeto nace de sus lágrimas. Y ya no agoniza. Vale apuntar otra frase suya que está en la apertura del libro: … porque el último epitafio causa la epifanía por venir. Todo en un ensamble formal resuelto en la confluencia de lo hermético con lo directo, lo que determina que el lector tome una postura en la que está en juego el compromiso y no el entretenimiento, un diálogo en disponibilidad de desafíos y exigencias, sin dejar de lado lo diáfano del campo afectivo; es decir, el flujo de las pasiones humanas.


Tanteos y hallazgos desde el sexto sentido

Los tanteos radican en la necesidad de experimentar o ensayar con los significantes o la trama de la forma, es así como Enrique transita la disonancia, la arritmia y las aliteraciones, acentúa su itinerario buceando el juego de voces y los quiebres en una poética que persigue la eufonía y la identificación con el delicado equilibro de la lírica;  los hallazgos, se visibilizan en ese deslizamiento en que la poesía surgente nos ciega con una repentina fosforescencia.

Entre el sonido y el sentido se desplaza en ida y vuelta el numen del imaginario; el sonido que surge del habla y se deposita en la escritura, señal de audición deviene memoria acústica atesorando el silencio diciente del lenguaje, mientras que el sentido vivencia y transmite de la intimidad latente a la patentización de la escritura, dado que implica el sentir y por ende el sentimiento asiduo a la lucidez que se instala en aquello que se nombra en la consagración del encuentro en el espacio milagroso del texto.                                                  

  Por lo que se infiere que nuestro autor ratifica lo lírico-iniciático está en la realidad que nos conmueve y nos revoluciona; un estado de ánimo especial que no es una mentira, tratándose de una verdad de vibración enlazada con una sublevación del espíritu en el ensueño que dimana en la fusión de sueño y vigilia.

Epifanía y epitafios en su espejo sinérgico

Se producen varias fricciones en esta entrega de Enrique Acuña. La colisión entre el decir y el callar, la risa y el llanto, la coherencia y el absurdo, el tiempo lineal y el tiempo circular, la memoria y el olvido. Fricciones que conducen, a la postre, a la armonización de ese misterioso orbe de la poesía como espesor encerrado y suelto entre la música y la palabra. Aquí viene el punto en que se debate el poeta, ser “un pequeño Dios” o “un mensajero de los dioses”, un emisor que revela o un mediador que es puente frágil de algo que lo antecede, lo coexiste y lo continúa más allá de sí mismo.

Fenómeno interior aún no develado que se hamaca entre la solitud y el encuentro, la intimidad secreta y la épica a cielo descubierto, el libre albedrío y el Azar Inteligente, en los compartimientos móviles de mito y logos. Títulos de su ficción poética nos resignifican como lectores y habitantes de un pasaje en que logra la fusión semántica entre la epifanía y el epitafio, a saber: Soñar en camión, Ciego sentido, Suerte maldicha, Ojos grises, Vos de voz, Infinitus, Tango abajo y Epílogo. 

 Acontece así ese efecto multiplicador, esa polisemia propia de la palabra refractada a través del discurso, en este desarrollo en que el metalenguaje busca más que en ningún otro género la concentración de sentido, apelando a una estructura convencional o informal y tratando ─al mismo tiempo─ de superarla para el logro de una comunicación con el intento del valor agregado de la comunión.


Tatuaje del marco referencial dirigido al centro del mensaje

Esto no deja de ser más que un puñado de posibilidades que se proyectan en el volumen de mención en lo que respecta a su artífice, en cuanto a su condición de psicoanalista, al recibir el legado de la cultura de occidente, aquél que se denominara El Siglo de las Luces, con sus dos bifurcaciones, la Ilustración, con el sostén de la razón razonable y el romanticismo con su ideario de amor, epopeya y hazañas, sueños oscuros que pueblan la relación del hombre, la naturaleza y lo sobrenatural en contingente síntesis al reconocer su pivote en la inteligencia de los sueños.                                                                             

Paralelamente, otras pasiones convocan al autor, por el sendero de la literatura y la cinematografía. Su tuteo con el mundo simbólico se anuda con la asociación libre y la interpretación de los sueños y aquello que canaliza el inconsciente como fuerza imaginográfica, que lo nutre en la elección alternativa de encauzarse a dos mundos paralelos, a lo cuales se agrega hace unos años su interés metódico por la cultura guaraní, haciendo una triangulación de las ideas-fuerza que motorizan su existencialidad; esto no es azaroso dado que el autor ha nacido en Corrientes, la tierra del mestizaje que se orienta a lo multicultural y  se aplica también a la poiesis que nos ocupa en esta instancia.                                                                                                                         

Por lo apuntado más arriba, me animaría a decir que Epifanía de los epitafios no es muerte, clausura ni punto y aparte, más bien se trata de un libro que deja puntos suspensivos al lector, puntos en levitación que indican apertura de vida y su incesante movilidad, no regida por la exactitud sino por la verosimilitud, no apresada en un mero espejismo sino catapultada a la sustentación y cualificación de un universo que vale la pena ser vivido, cantado y voceado apelando a la unión del sonido con el silencio, del habla con la mudez, de la aprehensible sospecha con la inaprehensible certeza de habitar y cohabitar una realidad contradictoria, que se dibuja a sí misma en la forma de un signo de pregunta.

           MARTÍN ALVARENGA         
                 Escritor, pensador, dramaturgo
 El universo comienza en Corrientes, en la orilla feroz de un sol alucinante, Argentina, América Latina, 26/11/13.


(*) Poemario –Letras del Changarito, Dédado                                                                            Amuleto. Impreso en México 2013, 51 págs.

jueves, 7 de noviembre de 2013

Cuatro narradores y un exilio: Cortázar. -por Martín Lotero-



        


                   CUATRO NARRADORES Y UN EXILIO: CORTÁZAR


“El dìa menos pensado me tomo el Conte Roso y a Parìs. 
Tomar mate allà y escuchar a Gardel, escribir cartas pidiendo cigarrillos Particulares, yerba y los recortes de Mafalda. 
Un argentino que no fue a Parìs es una especie de uruguayo”.



                         Abelardo Castillo (Las panteras y el templo)

El exilio (con causa justificada), el autoexilio (me fui porque tenía ganas), el yo, el narrador, la primera persona, Cortàzar (el corredor de Bolsa).

La autobiografía, la ficción como convención literaria aceptada independientemente de su contenido real, la ficción con ingredientes de la realidad, la realidad con ingredientes ficcionales. Cortàzar, un cuento, una ficción, “El otro cielo”, una autobiografía con ingredientes ficcionales (licencia o convención del cuento, escudo del narrador) o una ficción con ingredientes de la realidad? ¿Quièn es el que habla, el narrador, Cortázar? No importa demasiado o importa? Hay mas de un narrador? O son identidades intercambiables de las distintas épocas biográficas de uno solo: Cortàzar? 

El corredor de Bolsa, el argentino, el sudaca en Parìs, Paul el Marselles? Los escudos, los guiños literarios, las influencias, el posmodernismo desafinando el compàs musical del clásico por cuatro argentino, la revolución, la vanguardia, la influencia de Proust, (en que escritor no se nota, si Proust inaugura de laguna manera la novela psicológica), la presencia constante del yo que narra, el tiempo como gran protagonista del relato, la ìntima conexión entre los recuerdos y las vivencias actuales, donde se ven claramente los saltos en el tiempo: de Parìs a Buenos Aires, de Buenos Aires a Parìs, de la adultez a la infancia, de la infancia a la adultez, Cortázar, recurre como muchos otros novelistas actuales, a èste recurso de modo habitual y sin anunciarlo, la evocación de la infancia en la adultez como refugio, como mecanismo de evasión, un juego mágico del narrador, a través del cuàl logra trazar los puentes , uniendo esas sensaciones a través del tiempo:”aceptando sin resistencia que se pueda ir de una cosa a otra”, los recuerdos, las impresiones personales, permitiendo la coexistencia simultànea de dos realidades, el recuerdo evocado por el pasado que se transforma en presente en el acto mismo de su evocación. 

Confunde al narrador o el narrador se deja confundir, es el perseguidor o el perseguido por el recuerdo: “Me ocurrìa a veces que todo se dejaba andar, se ablandaba y cedìa terreno…. Digo que me ocurrìa, aunque una estúpida esperanza quisiera creer que acaso ha de ocurrirme todavía”. “Hay ratos en que vuelvo a decirme que ya sería tiempo de retornar a mi barrio preferido, olvidarme de mis ocupaciones……” No hay barreras entre las cosas, todo se comunica y coexiste, Parìs con Buenos Aires, la infancia con la adultez.

Podríamos decir que el subjetivismo proustiano està presente en Cortázar como subjetivismo del protagonista, pero que es Cortázar y no el corredor de Bolsa el que realiza èste posmoderno y complejo procedimiento estilístico. El mundo contado a partir de las sensaciones y sentimientos del protagonista, gana en riqueza y profundidad, acercándonos a otra realidad que no es la de los hechos puros contados por un cronista imparcial y objetivo, que no involucra sus sentimientos por temor a deformar los hechos.

El narrador posmoderno de Cortázar, subordina los hechos sociales a sus preferencias personales y deseos màs íntimos, la historia es su historia, su relación con ella, su negación  o evasión a partir del recuerdo, su indiferencia social y política, su falta de principios, su culto personal, aparece como la contracara del narrador objetivo, imparcial, pero no por eso menos comprometido con los hechos.

El corredor de Bolsa es el centro del mundo, el rebelde, el abanderado de la libertad, de su libertad individual, liberado de las ataduras sociales, de su ciudadanía política, inventa su propia política como nueva carta de ciudadanía: el ciudadano definido màs que por sus preferencias políticas, por sus preferencias callejeras: el protagonista, el narrador, Cortázar, ingresando”en la deriva placentera del ciudadano que se deja llevar por sus preferencias callejeras”, se pregunta “sin demasiado entusiasmo si cuando lleguen las elecciones votarà por Peròn o Tamborini, si votarà en blanco o sencillamente se quedarà en casa tomando mate y mirando a Irma y a las plantas del patio”. 

Su patria secreta es la ciudad de Parìs, con sus galerìas y pasajes que cobran protagonismo en el recuerdo; y que son el antídoto contra los malos olores, la cerveza rancia, la yerba mate, Buenos Aires, el Pasaje Guemes. El corredor de Bolsa es el frac, es la màscara que se pone Cortàzar para expresar su indiferencia frente a los hechos, la subordinación de los mismos frente al juego macabro y caprichoso de la subjetividad que desplaza a la realidad a un segundo plano.

Cortázar se recrea a sì mismo en èste cuento y es un personaje màs del mismo, el latinoamericano sin nombre, al cual el corredor de Bolsano se anima a acercársele. Otra innovación técnica: el escritor, narrador y personaje secundario de su propio cuento: coexistencia de varias voces narrativas.

Orfandad. Aprender a crecer en la calle. Quemar etapas. “Fui a quitarme la infancia como un traje usado”. Su escuela la calle, sus madres sustitutas, las prostitutas, “las Joisian de aquèllos días debían mirarme con un gesto entre maternal y divertido”, el niño-adulto, de apariencia niño, de mentalidad adulta, 595: “ahì donde lo ves, casi un chico, verdad que parece un colegial que ha crecido de golpe?”, el adulto-niño, que de grande se refugia en su infancia. Inadecuación, disconformidad, sufrimiento, Cortàzar, nos pide conmiseración, comprensión. Fuì huérfano, fuì huérfano, nos grita. De Padre-Patria.

El barrio de las galerìas, el brillo de la noche, sus amigas prostitutas que lo esperan en los bares, sus madres, sus confidentes, su iniciación temprana en la vida adulta.

París evocado en el recuerdo, un antídoto que lo protege de la realidad, de su pasado argentino, un mundo idealizado viviendo como en una burbuja, la noche como liberación del peso de la rutina, de la carga de los horarios fijos del dìa.

Escapsimo, carga, peso, Parìs, pero un Parìs idealizado por sus calles, un parque de la ciudad adaptado a sus deseos de niño, la guerra, el espectáculo de la guillotina, un entretenimiento posmoderno, el tren fantasma que lo asusta y lo divierte,un espectáculo banal, al que asiste con sus amigos como si fuera un recital de rock.

Un mundo idealizado sin terror, sin guerras ni frìo. Un mundo que lo protege y le abre los brazos en un gesto maternal. La Madre Patria, Parìs. El calor de las galerìas y de los amigos, su refugio personal contra las circunstancias externas que siempre lo arruinan todo. La nieve, también la nieve.

Protección, abrigo, comodidad, confort: su hogar, la calle, su casa, un martirio, que le recuerda su infancia adulta, un niño corriente que todavía vive con su madre. El barrio de las galerìas, los cafès nocturnos, los amigos, lo liberan del peso de esa rutina de horarios fijos, y tareas ordinarias como tomar mate y hablar de política nacional. Se escapa de su casa cuando lo agobia esa vida corriente, se siente seducido por ese mundo bohemio, que lo convierte en un adulto. Pero es solo la apariencia de adultez, la pose: “con unos miserables centavos en el bolsillo, pero andando como un hombre, el chambergo repintado y las manos en los bolsillos”. Ese mundo adulto le cierra las puertas al niño que crece de golpe, al que todavía se le nota la infancia en la cara.

Cortázar huye, se escapa, de París, de la Argentina, de su infancia, de su vida adulta, de acuerdo al giro que toman los acontecimientos. Todo se debe adaptar al Ital Park que lleva en su cabeza, se refugia en su casa de Argentina, cuando el terror y la guerra acechan en París y él mismo se pregunta cuando dejará de escapar de la realidad. Cuando su casa le hace ver su infancia adulta, se escapa de su casa para volver a la vida bohemia, allí donde se siente verdaderamente un adulto.

El mundo artificial de la noche, con otro cielo, “falso cielo de estucos y claraboyas sucias”, ignorando el estúpido sol del día, el de la rutina de los horarios fijos, la vida corriente. La familia, el trabajo, los titulares de los diarios, la política nacional, la Argentina.

París y Buenos Aires, dos mundos distintos, el día y la noche, mutuamente ignorados, dos épocas distintas, la infancia y la adultez, unidas a través de puentes que va tejiendo el recuerdo del narrador, los narradores, el narrador de París, corresponsal en Buenos Aires, el narrador de Buenos Aires, corresponsal en París. Cortázar, el latinoamericano sin nombre en París, su muerte es la metáfora de un acontecimiento que se venía aplazando eternamente, la infancia, el fin de la misma, la muerte de su infancia, ni siquiera argentina, latinoamericana, sudaca, para dar nacimiento a una etapa de su vida, la de Paul el marsellés. “me enteré del final del sudamericano, ni siquiera entonces sospeché que estaba viviendo un aplazamiento, una última gracia”(605).

De latinoamericano indocumentado a ciudadano parisino, un niño obligado a crecer a los tumbos, la noche que artificialmente lo libera del peso de la realidad. La ciudad, un personaje central del cuento, las calles nombradas, como entidades personales, testigos mudos del paseo azaroso de un transeúnte confundido y abrumado por la rutina del día, liberado de las ataduras sociales por la noche.

Liberado del peso de su conciencia social, inmune frente al peligro, finalmente tiene que ceder ante los acontecimientos, tomar conciencia, casarse, volver a la rutina laboral, situaciones imprevistas, imponderables que fuerzan un cambio de rumbo en su vida, como el ataque cardíaco de su padre, el trabajo, las obligaciones familiares, la política, todo es una vuelta al lugar de donde se escapó: la realidad. Esa que agobia a todo escritor que recurre a la ficción, como escudo personal que lo protege contra el horror de tener que asumir ciertas responsabilidades sociales. De tener que ser un adulto, que se asume como actor social y participante de la historia, y no un espectador pasivo que ve pasar los acontecimientos en pantalla gigante.

Al final del cuento Cortázar, el de las identidades mutantes, el latinoamericano sin nombre, el sudaca, se legaliza y es Paul el marsellés. El luchador cosmopolita, abogando por los derechos humanos universales, le da la espalda a la Argentina cuya democracia rutinaria lo aburre, el voto, un invento del reformismo burgués para silenciar los cambios revolucionarios, abruptos, poco perdurables, aventureros, bohemios, sin horarios fijos.

                               

                                                              MARTIN LOTERO

                                                        Licenciado en Sociología (UBA)