viernes, 4 de julio de 2008

DIARIOS DEL CHE

En el camino

Con lápices que llegaría a comerse, en pedazos de papel que también servirían para parar la hemorragia de una herida, nutrido de una biblioteca escondida en una cueva, en los altos de marchas fatigosas, el Che Guevara llevó siempre un diario (luego conocidos como Diario de motocicleta, Pasajes de la guerra revolucionaria, El diario del Che en Bolivia, Diario del Congo). En ellos, consignó su prehistoria revolucionaria, cifró esa pulsión por el camino que lo emparienta con los beats norteamericanos, registró el rigor con que comandaba a sus hombres y hasta sembró claves que hoy, con los resultados a la vista, podrían tentar a leer en ellos profecías de un destino ineludible. Pero sobre todo, registran una vocación que –a diferencia de Walsh– no está reñida con el revolucionario y revelan a un escritor que marcha hacia la muerte en una gesta contra el imperialismo pero también contra el imaginario del oficinista de Kafka y del ingeniero de Sartre.

Por María Moreno

Leer los diarios de alguien que ya no existe puede convertir en canalla. Invita a aprovecharse de servidas asociaciones y de los acontecimientos que el azar propone como encadenados para leer en el principio las profecías de un destino cuyo final se conoce de antemano.

Por ejemplo, al leer los diarios del Che Guevara (Notas de viaje, diario de motocicleta, Pasajes de la guerra revolucionaria, El diario del Che en Bolivia, Diario del Congo) tienta trazar una curva entre el episodio en que éste narra cómo se vio obligado a descargar su diarrea desde lo alto de su alojamiento en Temuco sobre los duraznos que alguien había puesto a secar sobre unas chapas más abajo y que cataloga “como un error de apreciación” en el primer diario, y aquel en que registra preocupado: “Salimos 17 con una luna muy pequeña y la marcha fue muy fatigosa y dejando mucho rastro por el cañón donde estábamos que no tiene casas cerca” en el último, cuando ya ha escrito que la radio chilena ha anunciado que son 1800 hombres los que lo buscan, y así suponer un derrotero cuajado de errores de apreciación.

O, menos gravemente, tienta mostrar el aprendizaje que va de matar un perro viejo en Nahuel Huapi al confundirlo con un tigre a matar a un soldado en Sierra Maestra en donde la condición de médico del agresor le hizo constatar la eficacia de su disparo que partió el corazón de la víctima provocándole una muerte, por rápida, menos dolorosa. ¿Cómo no sonreírse con módica suspicacia al leer que el objetivo del primer viaje por Latinoamérica es “países lejanos, hechos heroicos, mujeres bonitas”, o escuchar con oído lacaneano en el “Thu Che” de ecos vietnamitas con que Guevara se autobautiza para firmar alguna carta a su mujer, Aleida March, el touché del caído en duelo? Pero es el Che mismo el que nos ha puesto esas emboscadas, ya que se ha ocupado en cada texto de organizar cada escena de su vida invertida en su formación de guerrero ejemplar con un celo igualmente ejemplar.

El camino de la revolución que sugiere en Pasajes de la guerra revolucionaria, en su diario de Bolivia, está lleno de chapucerías de las que él es el primero en culparse: luego de capturar su primera gorra de soldado batistiano, se la ha puesto, contento, casi provocando una ráfaga de su propia vanguardia; de acuerdo a lo que recuerda de una novela, agrega agua de mar en la ración de una cantimplora y la hace intragable; guía a sus hombres hacia Sierra Maestra bajo la Estrella Polar, sólo que... no es la Estrella Polar.

El camino de la justicia estaría tapizado por las injusticias: fusilar al dudoso de haber incurrido en los tres delitos capitales de la guerrilla, la insubordinación, la deserción y el derrotismo; castigar negándole sus próximas raciones al que, hambriento, ha robado una lata de leche condensada; ejecutar a un perro que no para de ladrar. Las opciones pueden ser graves: por ejemplo durante una retirada, entre la mochila de la medicina y la caja de balas. (Che elegirá la de balas, ¿de haber hecho lo contrario se habría convertido en un Dr. House?) Luego están las penurias naturales como la yaguesa, el jején, el mariqui, el mosquito y la garrapata que saben sacar sangre sin disparar un solo tiro, las cotidianas que obligan a beberse la orina o a recoger agua con la bombita de un nebulizador antiasmático en los bordes del yuyo llamado “dientes de perro” para distribuirla en el ocular de una mirilla telescópica en una suerte de versión inversa de la multiplicación cristiana de los panes y los peces, muy evocadora de la vida de santos como Santa Catalina de Siena que se alimentaba –y sin adelgazar un solo gramo– de la ostia diaria de la comunión.

La revolución está hecha sobre el lance de que un campesino lleno de miedo y que entra en acción por obediencia o debido a una provisoria sugestión retórica, pueda resistirse a la tentación del bandidaje o de volver a la inercia del despojado. “De Davides que no entienden bien –escribe Che– y de Banderas que murieron sin ver la aurora”.

Su prehistoria del revolucionario se establece con la visita del joven médico y de un amigo a esas ciudades míticas y aisladas por el tabú de contacto: el leprosario: “La gente que está a cargo de él cumple una labor callada y benéfica, el estado general es desastroso, en un pequeño reducto de menos de media manzana del cual dos tercios corresponden a la parte enferma, transcurre la vida de estos condenados que en número de treinta y uno ven pasar su vida, viendo llegar la muerte (por lo menos eso pienso) con indiferencia”. Antes de aspirar a liberar a los proletarios del mundo, Che aspira a liberar al otro, precisamente de ser otro; curarlo es menos mejorar sus condiciones de vida que reconocerlo, escucharlo, tocarlo, ver en él a un hombre.

En El último lector, cuando Ricardo Piglia hace el retrato del Che lo asocia a Lucio V. Mansilla y a Victoria Ocampo por el uso de una lengua que simula, en su naturalidad inventada, un efecto oral. Y el Che que visita leprosarios y convive con los enfermos (“Después algunos vinieron a despedirse personalmente y en más de uno se juntaron lágrimas cuando nos agradecían ese poco de vida que les habíamos dado, estrechándoles la mano, aceptando sus regalitos y sentándonos entre ellos a mirar un partido de futbol”) no deja de recordar la escena de Una excursión a los indios ranqueles en que el coronel personaje levanta en brazos, ante la tribu aterrada, el cuerpo infectado de viruela del indio Linconao y, antes de subirlo a un carro que lo llevará a su propia casa para curarlo, se lo acerca al rostro –sede mítica de la espiritualidad y de los cinco sentidos– soportando el efecto que describe como de “lima envenenada”. Para Che, como para Mansilla, el acceso al hombre a quien el mundo no reconoce la categoría de tal comienza por la prueba de su roce.

En esa primera identificación antiburguesa a una vida peligrosa de leprólogo no debe estar ausente la figura del doctor Schweitzer que, en un sentido muy distinto, se pasó al otro seguido por las cámaras de la revista Life y ganó el Premio Nobel de la Paz un año antes de que el Che partiera con su amigo Granados en motocicleta por los caminos de Latinoamérica. Y si a Piglia no se le escapa que en ese Che primerizo la pulsión del camino tiene la marca de la de los escritores beats de su época, es válido reconocer en esos escritos de puño y letra llamados diarios, bajo la forma de una insistente contabilidad de bajas y de alimentos, de armas ganadas y perdidas, de prisioneros y de traidores, un resto de enumeración caótica a lo Aullido de Ginsberg.

Claro que fuera de los contextos de época, conocidos los precios y vencidas las épicas, ¿como no sobresaltarse con esa serie de horrores pormenorizados que incluyen el casi forzar a la mujer de un mecánico durante un baile –ella cae al suelo en una confusa escena presenciada por el marido–, el ventajeo con el título de médico, la bravata petitera de intentar robarse unos vinos durante una comida a la que ha sido invitado, narrados en Diario de motocicleta, y luego, ya en Sierra Maestra, con la educación por el insulto y la provocación machista que pone a los guerrilleros en el brete de desear la muerte antes de ser degradados –uno, en efecto, se suicida luego de perder el rango y el Che, previa una explicación pedagógica, le niega honores militares: “Tuvimos un pequeño incidente debido a mi oposición a que le rindieran honores militares, ya que los combatientes entendían que era uno más caído y nosotros argumentábamos que suicidarse en unas condiciones como las nuestras era un acto repudiable, independientemente de las buenas cualidades del compañero”–.

Y entonces queda la duda entre si ese Che que organiza las escenas para su propio mito es de una sinceridad ejemplar y por eso no evita aquello que podría poner en cuestión la ejemplaridad de su figura, o cree de verdad en el valor aleccionador de los hechos que cuenta. En todo caso, no hay mayor déspota que el que se exige a sí mismo rigores mayores que los que ordena.

Claro que luego de leer los textos teóricos que han puesto en cuestión la identidad entre literatura del yo y experiencia no nos es permitida ya esa lectura ardiente y literal con que, en los años ’60, fascinados por esa retórica que primero desnudaba a una revolución en el poder y luego un fallo trágico, saltábamos sobre los hechos pasando por alto las operaciones de un escritor.

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