Retrato del artista invisible
Desde hace 50 años, viene practicando una forma de arte en cambio constante y siempre un paso adelante: las vanguardias de los ’60, la resistencia pacífica, astuta y confabulada contra la represión intelectual de la dictadura, el tráfico de ideas bajo la alegría bailable de Virus, la mezcla telúrica de redes sociales y trueque del Proyecto Venus y Bola de Nieve. Atento a las nuevas tecnologías, a la política y a la sexualidad, Roberto Jacoby tiene una obra que, por esencia intangible, fugaz, siempre lanzada hacia adelante y a la espera de ser completada por la experiencia de verla o ser parte de ella, se resiste a entrar a los museos. Sin embargo, la semana que viene, el Museo Reina Sofía de Madrid inaugura una retrospectiva de ella. Ricardo Piglia, que lo conoce desde sus principios, recorre su trayectoria, revela el poder iluminador de su obra, explica por qué sus mil metamorfosis tienden todas a proponer una vida mejor y recuerda el día en que Jacoby dejó mudo a Umberto Eco en un bar de la calle Florida.
Por Ricardo Piglia
1. ENTRE EL TEDIO Y LA POLITICA
La obra de Roberto Jacoby no plantea la cuestión –habitual hoy en día– “¿Qué es el arte?” o “¿Qué puede considerarse arte?”; su trabajo gira más bien en torno de la pregunta “¿Qué es un artista?” o quizá, con más precisión, “¿Qué será un artista?”, a la manera del siempre renovado asombro infantil pero también en el sentido del futuro: el artista como una figura fugaz que va siempre hacia adelante, que no se puede cristalizar, que está en constante fuga hacia el porvenir.
A veces Jacoby mismo encarna ese lugar; a veces lo señala, lo rastrea y lo hace ver. De hecho, su obra puede pensarse como la cartografía de una figura casi invisible, la construcción de un mapa con el indicio de las localizaciones y los modos de aparecer y de esconderse del artista. Un ejemplo de esto fue el plano de La manzana loca (1986), donde trazó el diagrama de una zona de Buenos Aires, una topografía de las instituciones, plazas, galerías, librerías, bares y hasta peluquerías de la ciudad, en donde se constituyeron los espacios fundamentales de sociabilidad artística en los años ’60, y se generaron cruces entre artistas e intelectuales de diversas edades, generaciones, tribus, géneros y clases. Desde esta perspectiva, la definición del artista adquiere una dimensión territorial: ocupa lugares y coordenadas específicas y su identificación es para Jacoby una de las formas de la práctica contemporánea del arte. Otro ejemplo posible es el proyecto Bola de Nieve: una red de artistas curadores que señala las relaciones entre los creadores a partir de su reconocimiento mutuo, e intenta renovar el entramado del arte en las condiciones abiertas por las nuevas tecnologías. Así, en medio de la sobreexposición y la instantaneidad de la escena actual, la obra de Jacoby reformula su propuesta: ¿dónde habrá un artista?
Las fronteras de esa búsqueda son, por un lado, el tedio y, por el otro, la política, o mejor, la política revolucionaria. Stendhal dedicó parte de su novela Rojo y Negro al aburrimiento que genera el día a día de la vida autocrática burguesa, en la que sólo importa causar una impresión favorable en los demás sin que, en el fondo, nadie disfrute realmente con esa clase de éxitos. Sujeto sin deseo, el individuo burgués es sometido a la serialización, al vacío, como una forma de control opuesta a la pasión política.
En la obra de Jacoby se observa un primer límite de lo que queda afuera de su universo y es precisamente la indiferencia, la languidez, lo que podríamos llamar el arte en estado de coma. Durante la última dictadura militar argentina, el efecto del terror –aunque no fuera uno afectado personal y directamente por la represión– se manifestó como inacción generalizada, parálisis; el terror como espera y tedio mortal. Ese estado de ánimo formó parte, en la concepción de Jacoby, de una respuesta pasiva a la experiencia del terrorismo de Estado: “Las estrategias políticas del gobierno militar habían operado exitosamente sobre los cuerpos a través de la aniquilación, los tormentos, la prisión, el control urbano y los sistemas de información, ya que su meta fue lo que Clausewitz denomina ‘las fuerzas morales e intelectuales’, que suele ser en la guerra el verdadero objetivo para la destrucción de las fuerzas físicas o corporales. En verdad actuaron sobre el estado de ánimo de la población hasta que los impulsos de autonomía se extinguieron casi por completo”, escribe Jacoby (en La alegría como estrategia, 2000).
En contraposición, su práctica artística va hacia la política, sin abandonar nunca el trabajo creativo sobre la forma. En el marco de esa intervención se ubica el conjunto de acciones que dio en llamar “estrategias de la alegría” y que comprendió, entre muchas otras propuestas, su participación en el renovador grupo de pop-rock Virus desde 1979 y más tarde las fiestas nómades en espacios no convencionales que organizó en los ’80. Virus formó parte de un conjunto de prácticas que fueron un modo de resistir al clima de opresión no sólo a través del uso del humor en las letras de las canciones y de la composición a partir de ritmos alegres y bailables, sino también por medio de las condiciones de producción de los espectáculos, la forma de organizar la sala, la dimensión performática de los shows. Una invitación a no quedarse sentado ni solo, a bailar y celebrar con otros.
En ese territorio imaginario, definido en sus bordes por el tedio y la política, lo que está en el cruce es la amistad, o, en términos de Jacoby, las “tecnologías de la amistad”: una metáfora de la construcción de grupos que nos da una pista acerca de la figura del artista por la que Jacoby se interroga en términos de futuro y de deseo: para él un artista es, o mejor será, alguien que no se piensa en tanto individuo sino que privilegia la producción colectiva, la colaboración, la acción grupal. De allí su interés por las sociedades experimentales que tuvo su momento de mayor institucionalidad en 2004 cuando dirigió el Area de Sociedades Experimentales en el Centro Cultural Ricardo Rojas de la Universidad de Buenos Aires, pero que se remonta mucho más atrás, al fallido intento del que fui parte, Internos. Aquel proyecto, pensado a fines de la dictadura en un intento de romper el aislamiento reinante, quería producir una red de intercambios de ideas, percepciones, lecturas, textos en proceso, entre una heterogénea lista de intelectuales. Algo a lo que luego Internet nos acostumbró, pero que en los primeros años ’80 implicaba montar un sistema de circulación en red de mensajes, de imágenes y de textos, mediante fotocopias, envío de fax y llamadas telefónicas en cadena. Un desarrollo de esos circuitos semipúblicos (grupo de conocidos, mensajes en serie, prácticas múltiples) fue el Proyecto Venus, donde un colectivo de artistas constituye una sociedad virtual, acuñando una moneda propia y formas de gobiernos inmóviles y fugaces, para intercambiar experiencias, servicios, obras, teorías, actos e intervenciones públicas.
Encuentro una vinculación entre estas iniciativas colectivas de Jacoby y las hipótesis sobre las intrigas y los grupos que se constituyen para planificar acciones paralelas y mundos alternativos que esbocé en mi presentación Teoría del Complot, que expuse en uno de los Plácidos Domingos en los que se gestó el proyecto Venus. Se trataba de definir una forma de complot no secreta y amenazadora, sino pública y pacífica. Allí, yo proponía la vanguardia como una respuesta política, propia y específica, a los procedimientos de construcción del poder político y cultural implícitos en el liberalismo, una respuesta a la idea del consenso y el pacto como garantías del funcionamiento social, la visibilidad del espacio público, la noción de representación y de mayoría como forma de legitimidad. La vanguardia vendría a cuestionar estas nociones, con su política de secta, de intervención localizada y explosiva, con su percepción conspirativa de la lógica cultural y de la producción del valor, como una guerra de posiciones. El modelo de sociedad de la vanguardia es la batalla, no el pacto, es el estado de excepción y no la ley. La práctica artística alternativa hace ver lo que las ideas dominantes niegan y se propone debilitar los centros de poder cultural y alterar las jerarquías y los sistemas de significación. De este modo, la vanguardia artística se descifra claramente como una práctica antiliberal, como una versión conspirativa de la política y del arte, como un complot que experimenta con nuevas formas de sociabilidad, que se infiltra en las instituciones existentes y tiende a disolverlas y a crear redes y formas alternativas.
Jacoby realiza ese tipo de intervención al crear plataformas para pensar en conjunto, conectarse y actuar por afuera de las instituciones. La práctica artística es colectiva y contingente, cualquiera puede ocupar ese lugar provisorio y desvincularse de él: la figura del artista es utópica, igualitaria e incierta. La obra de Roberto plantea ese problema desde el inicio en los años ’60 (nosotros –los artistas– desmaterializamos) y lo renueva hasta la actualidad (en la intervención grupal y política propuesta en la Bienal de San Pablo, 2010).
Estamos ante una actividad de larga duración definida por la transformación y la metamorfosis del arte; en estos cincuenta años de trabajo Jacoby no fue un precursor sino un artista que ilumina previamente prácticas secretas que un tiempo después se advertirán de modo generalizado y serán de comprensión inmediata. Su obra tiene la doble temporalidad de la ironía; el sentido no se comprende en el momento sino luego de un lapso incierto en el que por fin la risa ilumina la oscuridad. El arte es la captación diferida, el efecto futuro, Jacoby es el artista irónico, el que vive como si conjugara mal los tiempos verbales, desfasadamente, a destiempo; es el intempestivo.
2. MODOS DE HACER
¿En qué sentido Jacoby puede considerarse un artista irónico? En sintonía con propuestas como las de Marcel Duchamp, William Burroughs o Macedonio Fernández, Jacoby piensa más en el acto artístico, en la acción de crear, que en la obra como producto terminado. Es en ese gesto donde yo leo la impronta de la desmaterialización en su trabajo: la acción artística es más importante que el resultado mismo, la invención no se dirige hacia el objeto material en sentido pleno sino que el objeto es un punto de partida para la construcción de una experiencia. Eso para mí es lo importante de la noción de desmaterialización que Masotta retoma de El Lissitsky y que Jacoby y su grupo llevaron a la práctica.
En ese sentido, su obra liga la desmaterialización a los avances de la tecnología cotidiana más que a los medios de masas. El desarrollo tecnológico es un instrumento que Jacoby utiliza para producir el efecto conceptual. Lissitsky diría: antes uno para mandar una carta usaba papel, compraba un sobre, se sentaba a escribirla, iba al correo, etcétera. El mismo mensaje se envía ahora de un modo inmaterial, casi abstracto. Se trata de la utilización de tecnologías nuevas que van más allá de lo que tradicionalmente llamamos “medios” y que Roberto vislumbró décadas atrás, con su interés en la conformación de conexiones en tiempo real anteriores a la web, los usos artísticos del grabador, la teletipo, la mecanografía, los esténciles, el mimeógrafo, las viejas fotocopiadoras, los faxes, el contestador telefónico, la televisión, el video, la visión infrarroja. Se trató, en todos los casos, de la construcción de redes de intercambios y circulación de obras que estaban dirigidas específicamente a una comunidad de conocidos. El artista, en principio, trabaja para una red de amigos.
Vistos en perspectiva, pareciera que sus proyectos hubieran estado esperando la aparición de Internet para funcionar retrospectivamente a la manera de “Kafka y sus precursores”. Las condiciones actuales permiten descifrar los sentidos múltiples de intervenciones y prácticas que en su momento fueron consideradas minoritarias y cerradas. Para Jacoby –entonces y ahora– se trata de los usos creativos de la tecnología socialmente disponible en cada momento. La desmaterialización acompaña el desarrollo técnico: el carácter cada vez más liviano de los mensajes y los medios los transforma en conceptuales. No se trata de la disolución del objeto o del cambio de contexto de la percepción artística, sino del trabajo abstracto con la reproducción, la serie, la velocidad y las formas que la tecnología pone a disposición de la sociedad. Los instrumentos técnicos –de la imprenta, de la radio, de la televisión, de la red digital– son el verdadero ready made del arte contemporáneo. El artista actual se parece al Doctor Mabuse, es un ilusionista cyber, politizado y mutante, que identifica modos de hacer.
En su ensayo “La filosofía de la composición”, Edgar Poe instaura una tradición literaria muy productiva: explica cómo se hace un poema para que otros puedan hacer un poema. Lo mismo hizo al inventar el relato policial y su inolvidable y arriesgado razonador: Auguste Dupin. Poe definió los elementos mínimos necesarios para crear una intriga (el criminal, el detective, la víctima, la historia que se cuenta en sentido cronológico inverso, etcétera) y a partir de esa forma conceptual se desarrolló uno de los géneros más populares de la narrativa moderna. El artista es un creador de formas. En esa tradición se reconocieron Baudelaire, Mallarmé, Raymond Roussell, Borges, el grupo Oulipo. Del mismo modo, la experiencia de Jacoby es la de un artista que construye no sólo obras, sino modos de hacer obras. El arte es una potencialidad abierta, disponible, un campo magnético de proyectos programáticos que cualquiera puede activar. Jacoby, como sabemos, inventa estilos, procedimientos, conceptos creativos, los usa y los abandona para buscar nuevas formas y nuevas relaciones. La renovación constante, la revolución permanente, es parte de su trabajo artístico y político contra la inercia, la repetición, la burocracia estética de lo siempre igual. Por eso, sus cambios frecuentes de registro (escritura, imágenes, investigación, teoría, música, teatro, performances, instalaciones): la renovación de los lenguajes es una de sus marcas como artista.
El arte, decía Stendhal, es la inminencia de la felicidad, siempre está por venir, hay que estar alerta, experimentar, salir a ver, alcanzar la utopía. Los modos de hacer arte tienen que ver –más que con estrategias artísticas “puras”– con formas de vida que aspiran a la felicidad. Ese es el rasgo central de la poética de Jacoby. No hay nada específico en lo específico del arte, salvo la actitud –atenta y disponible– del artista hacia la vida buena. Por eso sus múltiples modos de hacer tienden a borrar los límites entre la vida y el arte: para modificar el lenguaje hay que cambiar la forma de vivir. Pero a la vez el arte imagina formas de vida para las cuales la realidad no está preparada. El trabajo con lo posible, con lo que todavía no es, ronda los dos grandes motivos que se reiteran en la obra de Jacoby: la revolución y la sexualidad. Las microsociedades experimentales, la tecnología de la amistad, las redes fugaces, las colectividades alternativas, son espacios de experimentación artística y política. El arte es una sociedad sin Estado, su realidad es la vida cotidiana. Jacoby me recuerda la experiencia de los anarquistas utópicos que decidían realizar su propuesta de una sociedad nueva en su vida personal. Esos modos de vida posibles –que incluían otras costumbres sexuales, otros cuidados del cuerpo, la ausencia de dinero, la socialización de la propiedad personal, transformaciones de la identidad, la vestimenta, la alimentación– eran programas de vida futura que, realizados en el presente, buscaban modificar los sentimientos, las concepciones y la percepción de la realidad. Esa aspiración a una vida nueva es para Jacoby la condición de la práctica artística.
3. UN CICERON DE LAS PAMPAS
Mi relación con Roberto es, en algún sentido, generacional: caminos que se bifurcan y que se vuelven a encontrar. Empezamos juntos como quien dice y aún hoy estamos empezando. Creo que esa voluntad de volver a empezar, la ilusión de hacer siempre algo distinto y no repetirse, es una marca de aquellos años.
Nos conocimos en una fiesta, en la casa de una amiga, Gioia Fiorentino, alrededor del año 1963 o 64. Allí empezamos a conversar y desde entonces he estado muy atento a lo que él hace. Es una de las personas más generosas y creativas de la cultura argentina, quizá la más creativa que yo conozco. Es un constante generador de ideas, pendiente de todo lo que sucede en la política y en la vida cultural. Siempre tuvo un ojo muy certero para identificar las nuevas tendencias, para llamar la atención sobre cuestiones artísticas o políticas con mucha destreza. Como una especie de cicerone –o Cicerón– del mundo cultural, Roberto es el que sabe ver, el que convoca y hace posible, el que potencia y define un estilo.
Siempre recuerdo que fuimos juntos a ver a Umberto Eco, que estaba de paso en Buenos Aires, invitado por el Instituto Di Tella, y le llevamos la revista Sobre que Roberto estaba haciendo en esa época (1969). Nos encontramos en un bar en la calle Florida y Eco –que en esa época como teórico del Grupo 63 era uno de los referentes de la vanguardia europea– se sorprendió con una revista que primero había que romper para acceder a una combinación inesperada de materiales múltiples: historietas, panfletos, consignas, manifiestos, tesis, historias de vida, dibujos, diagramas. No había un orden fijo y Eco iba sacando esas hojas fotocopiadas sin entender del todo lo que estaba viendo o, en todo caso, sin que sus categorías le permitieran descifrar ese entrevero argentino de arte, política, cultura popular y propaganda.
Al fin de esa tarde volvimos caminando por la calle Corrientes y tuve una vez más la certeza de que Jacoby estaba un paso adelante de las últimas acciones del arte contemporáneo. Su posición de avanzada, su posición inclasificable lo ha dejado solo muchas veces pero siempre se sostuvo ahí, con la ética irónica del artista que sabe hacerse invisible para poder persistir. Esa es una de las grandes lecciones de su obra. Por eso creo que la exposición que se inaugura en estos días en el Museo Reina Sofía de Madrid es un acontecimiento que permitirá reconstruir la extraordinaria trayectoria de un creador que hoy está, por fin, mucho más acompañado (lo que seguramente no deja de inquietarlo).
Imagen de tapa: No soy un clown en la galería Belleza y Felicidad. 2001 Foto: Pablo Mehanna
(*) TEXTO PUBLICADO EN radar-SUPLEMENTO DE DIARIO pAGINA 12 - , domingo 20 febreo 2011.-
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