LOS MOVIMIENTOS DEL ARTE
por Alejandro Maciel
El escritor naturalmente tiende a reproducir en palabras lo que observa en su mundo; este movimiento natural está siempre en los inicios de la expresión. Analizando una letra de chamamé, cualquiera, no se nos pierde de vista este aspecto descriptivo que predomina en casi todas. “En tus veredas, aromas de azahares que perfumaron mi loca juventud” aquí se reúnen memoria y el sentido olfativo, el más primitivo de los órganos sensoriales. “En noches primaverales, al reflejo de la luna dibujada en la laguna, cantaba mis madrigales”, “Cuando en verano el jazminero, vuelca su aroma sobre el jardín”, “Los gurises, en la costa qué lindos son, melenita despeinada sonrisa al sol. Puerto Sánchez es un paisaje, donde el cielo azul bajó”, “Oh pago viejo cuánto te añoro, sendero largo camino del arenal, junto al estero del agua mansa”.
En un segundo momento de la poesía el paisaje exterior se refleja en el interior por medio de emociones, sentimientos, evocaciones cargadas de significaciones. Es como si el artista incorporara la geografía o la sociedad en la que vive y nos la devolviera envuelta en su propia visión, rodeada del misterio de lo ajeno. En este segundo plano de la poesía el paisaje deja de ser real para convertirse en un pretexto que sirve al escritor o la escritora para desnudar su mundo interior cargado de ecos y reverberaciones. En letras de canciones más elaboradas se puede leer, por ejemplo, “De allá ité, donde la noche poriahú[1] no tiene penas”. El autor está transformando a través de su mundo interior las palabras con las que quiere describirnos algo inédito de las noches de allá ité (allá lejos). En este otro ejemplo creo que se puede ver más claramente el proceso: “se duerme tu cambá bolsa borracho con vino dulce de guaporú”. Creo, si no me equivoco, que los versos son de González Vedoya.
En un tercer paso el paisaje geográfico y humano en las resonancias internas del autor vuelven a dar un giro sobre sí mismas para investirse de poesía por medio de recursos que aunque los describamos con la frialdad de un entomólogo despanzurrando langostas, jamás podríamos llegar a transferir la emoción que implican: ¿qué nos dicen si no aliteración, metáfora, metonimia, paranofrasia, metadiégesis? Dicen poco o casi nada salvo que entre en el campo de los expertos, pero al común de los mortales les suenan a tecnicismos cuando no a pornografía. En esta tercera etapa nace la poesía en toda su actualidad y no como estado potencial en las dos fases anteriores.
por Alejandro Maciel
El escritor naturalmente tiende a reproducir en palabras lo que observa en su mundo; este movimiento natural está siempre en los inicios de la expresión. Analizando una letra de chamamé, cualquiera, no se nos pierde de vista este aspecto descriptivo que predomina en casi todas. “En tus veredas, aromas de azahares que perfumaron mi loca juventud” aquí se reúnen memoria y el sentido olfativo, el más primitivo de los órganos sensoriales. “En noches primaverales, al reflejo de la luna dibujada en la laguna, cantaba mis madrigales”, “Cuando en verano el jazminero, vuelca su aroma sobre el jardín”, “Los gurises, en la costa qué lindos son, melenita despeinada sonrisa al sol. Puerto Sánchez es un paisaje, donde el cielo azul bajó”, “Oh pago viejo cuánto te añoro, sendero largo camino del arenal, junto al estero del agua mansa”.
Sería ocioso continuar esta galería de pueblos descriptos minuciosamente con paciencia forense; cualquiera puede comprobar fácilmente lo que afirmo atendiendo las letras de los temas más conocidos.
En un segundo momento de la poesía el paisaje exterior se refleja en el interior por medio de emociones, sentimientos, evocaciones cargadas de significaciones. Es como si el artista incorporara la geografía o la sociedad en la que vive y nos la devolviera envuelta en su propia visión, rodeada del misterio de lo ajeno. En este segundo plano de la poesía el paisaje deja de ser real para convertirse en un pretexto que sirve al escritor o la escritora para desnudar su mundo interior cargado de ecos y reverberaciones. En letras de canciones más elaboradas se puede leer, por ejemplo, “De allá ité, donde la noche poriahú[1] no tiene penas”. El autor está transformando a través de su mundo interior las palabras con las que quiere describirnos algo inédito de las noches de allá ité (allá lejos). En este otro ejemplo creo que se puede ver más claramente el proceso: “se duerme tu cambá bolsa borracho con vino dulce de guaporú”. Creo, si no me equivoco, que los versos son de González Vedoya.
En un tercer paso el paisaje geográfico y humano en las resonancias internas del autor vuelven a dar un giro sobre sí mismas para investirse de poesía por medio de recursos que aunque los describamos con la frialdad de un entomólogo despanzurrando langostas, jamás podríamos llegar a transferir la emoción que implican: ¿qué nos dicen si no aliteración, metáfora, metonimia, paranofrasia, metadiégesis? Dicen poco o casi nada salvo que entre en el campo de los expertos, pero al común de los mortales les suenan a tecnicismos cuando no a pornografía. En esta tercera etapa nace la poesía en toda su actualidad y no como estado potencial en las dos fases anteriores.
Para ejemplificar, el archivo chamamecero me resulta estrecho, la falta de coalición inteligente entre músicos y poetas decayó en indigencia en nuestra zona: tenemos por un lado música de jerarquía como la de los hermanos Flores y por el otro un contenido poético menesteroso que desmiente el nivel musical. Vayamos al tango porque aunque se pueden separar estos dos niveles (música y letra) cuando entre ambos se da la unidad tan esperada impregnan lo íntimo de cada uno con la fuerza de gotas de oro cayendo en un estanque de cristal.
En el tango “A Homero” escribió Cátulo Castillo “Eran tiempos de cercos y glicinas / de la vida en orsay y el tiempo loco / Tu frente triste de pensar la vida / tiraba madrugada por los ojos”. ¿Se puede describir un hombre atribulado con tanta precisión como pocas palabras? Empieza con la evocación nostálgica del barrio que ya no es, del tiempo devorado por el tiempo y después en ese mínimo retrato de Homero Manzi el poeta que nos lo venía escatimando, lo devuelve eterno. Podrán pasar siglos pero la lectura de estos versos seguirá envuelta en las sugerencias de un significado que va más allá de lo que enuncian.
En “Garúa” el poeta Enrique Cadícamo describe una típica noche de invierno porteño, el frío, el viento, las calles solitarias “y en esta noche tan fría y tan mía / pensando siempre en lo mismo me abismo / y aunque quiera yo arrancarla o olvidarla / la recuerdo más”, hasta aquí nos acompaña ese segundo momento en el que el ámbito exterior (la noche de llovizna) y el interior (la soledad) se confunden e identifican; pero Cadícamo da un paso más. Describe su lento caminar por la acera, compara su corazón con una tapera a la que el olvido de la mujer que ama atravesó abriéndole una gotera. No olvidemos que afuera, en la calle sombría de invierno, está lloviendo también. En ese momento Cadícamo inviste la música de poesía: “Garúa, / tristeza, / ¡Si hasta el cielo se ha puesto a llorar!”. Podrán pasar los años transformándose en siglos y milenios pero mientras haya una sola criatura como la humana, sensible a la humillación, el desprecio y el abandono, estos versos seguirán diciéndole exactamente lo mismo que nos dicen hoy a todos nosotros. ¿No es eso acaso la eternidad? ¿El tiempo inmóvil?
¿El arte, que no muda como la materia de la que está hecho? Tratemos de explicar por qué estos inquietantes versos de “La última curda” de Cátulo Castillo, nos dejan una impresión extraña de atravesar la nebulosa de una borrachera? “¿No ves que vengo de un país / que está de olvido, siempre gris, / tras el alcohol…?” En “Desencuentro”, el mismo Cátulo Castillo en una agobiante confesión de pesimismo no alcanza a describir el ambiente porque la poesía se impone: “¡Qué desencuentro! / Si hasta Dios está lejano, / Quisiste con ternura / y el amor te devoró / de atrás, hasta el riñón, /se rieron de tu abrazo / y ahí nomás / te hundieron con rencor / todo el arpón. / Amargo desencuentro / porque ves que es la revés / creíste en la honradez / y en la moral, ¡qué estupidez!, / por eso en tu total / fracaso de vivir, / ni el tiro del final, / te va a salir” ¿Puede alguien denunciar con tanta profundidad la traición, el desengaño, el conflicto entre el bien y el mal, entre el deber y el hacer? ¿Puede perder vigencia esta inventiva feroz? Tal vez sirvan para sanar tanto pesimismo los versos de Homero Manzi en “De barro” “Y hoy que no vale mi vida / ni este pucho de cigarro / recién sé que son de barro / el desprecio y el rencor / vuelven tus ojos lejanos / con el llanto de aquel día / pensar que puse en tus manos / una culpa que era mía”.
Los verdaderos poetas del tango reniegan de las descripciones pintorescas, saben que los vestidos celestes y las pilchas domingueras y las orquídeas en flor son simples detalles ornamentales de los que pueden prescindir porque no les interesa enviar postales turísticas para describir su mundo. ¿Será que el mundo del arrabal porteño es mucho menos simple que los naranjales correntinos? ¿O será que el arrabal encontró su voz en escritores y escritoras que supieron traducirlo en poesía sin necesidad de tomar por asalto el diccionario Peuser? Busquen una sola palabra extraña en los fragmentos que les facilité y no la encontrarán. Con la simplicidad de la verdad, nos dijeron las cosas más crudas y más sublimes. Y esto desafiará al tiempo, al desgaste, a la usura de los siglos. Seguirá teniendo un significado dentro de mil años cuando haya un ser sufriendo o maravillándose.
Los atuendos, las carretas, la toponimia correntina, el amorío banal de los nuevos conjuntos chamameceros pasarán con el tiempo, porque están hechos de una sustancia endeble que no resiste las comparaciones con la verdad de la poesía. Con esas versificaciones, glosas y palabras atadas que tejieron los amanuenses del chamamé se cumplirá la profecía de Cadícamo: “Muchachos, todo se lo ha llevado el almanaque, / todo, todo ya se fue…” No resistirán la ordalía del tiempo o quedarán como esos fósiles prehistóricos expuestos al público como objetos de distracción.
El tango está en la eternidad inmóvil, ya nunca nadie podrá devaluar su forma; por desgracia nuestro chamamé (recuerden que siempre estoy refiriéndome a las letras) se quedó en el camino y será arrasado por el paso del tiempo que no perdona héroes ni traidores; todos sucumben en el tormento de su cruz. Todo se lo llevará el almanaque, todo, todo se irá.
Alejandro Maciel.
[1] “Pobrecita”, lo aclaro porque nadie está obligado a leer guaraní.
Alejandro Maciel.
[1] “Pobrecita”, lo aclaro porque nadie está obligado a leer guaraní.
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LA INDIGENCIA INTELECTUAL DE LOS RENEGADOS
por Carlos Hermann Güttner
Un fárrago de analogías literarias disparatadas entre el tango y el chamamé, con el evidente azacaneo de menospreciar a este último, han sido proferidas con un sesgo maniqueo desde una columna de opinión de este medio.
Bajo el rótulo de “La indigencia literaria del chamamé”, la firma un tal Alejandro Maciel.
Siempre he defendido la libertad de opinión –incluyendo gustos y pareceres- más allá de la estratificación social o cultural del sujeto, sin la necesidad de andar exigiendo méritos academicistas para expedirse a ningún ciudadano. Es lo que mis convicciones de hombre de pueblo (léase de”tierra adentro”) me señalaron siempre. No creo en los pedestales falaces del despotismo ilustrado que defenestra nuestra identidad cultural sin conocerla a fondo y se arroga la facultad de desdeñar nuestras expresiones literarias o musicales amparándose en la dudosa autoridad de un conocimiento universalista cuya máxima intención es autodenigrarnos o caer en la zoncera harto-conocida de que todo lo foráneo o ciudadano es culto y lo nuestro burdo.
Creo más bien en la capacidad de incorporar lo universal y asimilarlo con la impronta creadora de nuestro propio ser, entendiendo al mundo desde nuestra genuina perspectiva, mirando nuestra realidad desde la óptica peculiar del hombre argentino.
Pero existe una Psicología cultivada cuya finalidad ha servido a intereses imperialistas en la cruzada avasallante contra la identidad de los pueblos. Es la de los papagayos intelectuales que dan por sentado a priori que no hay identidad nacional, que la cultura es lo que viene del primer mundo o de las metrópolis, que razonan con categorías dogmáticas propias de otras latitudes, y que obstinadamente intentan encorsetar la realidad en las ideas, cuando debiera darse un proceso inverso: de la realidad producir las ideas.
Toda la superestructura de la dependencia funciona en esa dirección: socavar la cultura popular y lograr la dominación de los pueblos. Cuenta para ello con medios de comunicación concentrados en la libre empresa (no en la libertad de prensa, que es una ficción), con universidades y academias de prestigio que avalan todo tipo de posiciones consecuentes con la finalidad subyugante, y con horteras y opinólogos que gozan de absoluta impunidad para “macanear” al amparo de la libre expresión, de la democracia, de su autoridad de intelectuales y vaya uno a saber cuantas excusas más.
Confutar uno de esos episodios, que bien merecería incorporar una página al “Manual de zonceras argentinas” de Don Arturo Jauretche, es lo que motiva mi modesta intervención. Lo hago con la responsabilidad del combatiente de ideas y militante de la causa de los pueblos, tal como mis convicciones y sentimientos me impulsan a hacerlo. Descarto otras intenciones que no sean éstas, y mi leal forma de manifestar lo que pienso sin otro ánimo que defender lo nuestro: la identidad cultural de mi patria chica correntina.
Con permiso entonces, aquí me largo.
El sr Maciel hace un introito suficientemente auto-referencial en su nota antes de dar rienda suelta a su destreza cirujana en la vivisección de algunas composiciones del cancionero correntino. En esa línea me atrevo a compulsar sus impresiones: cada uno de sus párrafos ha de merecer mi atención, con la misma precisión quirúrgica que amerita un derecho a réplica.
Parece bajar de un limbo cuando admite su divagar planeando por encima de lo cotidiano, pero extiende esa circunstancia en forma caprichosa a todos. No creo que ninguno de nuestos paisanos –de la gente común ocupada en pelear contra la adversidad día a día-, o la gran mayoría de nosotros por cierto, acomode su mundo a la trivialidad del café y las medialunas, del diario y cuanto confort se le ocurra. Más bien los veo sorbiendo un mate en familia antes de iniciar la jornada laboral, pasando una mano abierta al saludar, ofreciendo una gauchada, diciendo “gracias” o brindando el cobijo generoso de un rancho de puertas abiertas; cuestiones éstas que trasuntan una profunda filosofía de vida (optimista, munificiente, alegre, sencilla y solidaria) impregnada de valores trascendentes en un mundo cada vez más decadente y frívolo. Lo otro se corresponde a costumbres urbanas de clase media acomodada que no padece sobresaltos económicos e invierte el ocio en esas nimiedades. Es ahí donde comienza su auto-referencia. Y por ende su divorcio notable de la realidad, que lo llevará por sinuosos caminos en el devenir de su artículo. Celebro no obstante su honestidad para retratar el propio mundo pero no admito que nos coloque a todos dentro de él, porque no nos pertenece. No divagamos por ese limbo, ya verán que otras pampas son las que nos ven cabalgar.
El caballero gusta luego detenerse en la eternidad verbal del tango para contrastar la penuria intelectual del chamamé. Y allí comienza con el bisturí.
Valdría la pena saber en qué consiste la eternidad verbal del tango. Creo compartir el alcance de la alegoría en tanto se trata de una expresión popular arraigada en el ser nacional, del mismo modo que el chamamé y no en contraposición a éste. Eterno es todo lo popular, lo que perdura a través del tiempo en el sustrato colectivo de la comunidad. Y Argentina con su multiplicidad de géneros musicales (chamamé, tango, zamba, chacarera, milonga, cifra, huella, cuarteto, etc.) eterniza sin contrastes cada una de las manifestaciones de su vasta cultura nacional y popular, que dimana de sus plurales expresiones regionales. Aunque algún distraído sólo repare en una de ellas...
Continuando su exposición se sincera al afirmar que nunca alcanzó a entender del todo qué era ser correntino y cuáles eran las diferencias intrínsecas que debería exhibir respecto de un afgano o maorí, marsellés o canadiense (digresión: curiosos ejemplos comparativos en tanto remiten a colonias, amén del lapsus que sindica el viejo complejo de inferioridad del medio pelo argentino: la remisión obligada a“La Marsellesa” libertaria con que las izquierdas de importación y los liberales iluministas de nuestro suelo desfilaron tantas veces en pos de la libertad de quienes impedían nuestra liberación). Don Maciel vuelve a tener un arrebato de franqueza pues se confiesa incapaz de haber comprendido el sustrato de la correntinidad, la esencia misma del correntino. Menudo problema el suyo –ignoro si es o no correntino- pues mal puede opinar entonces sobre algo que desconoce.
Apunto para quien lo ignora que la idiosincrasia común del correntino se constituye de pautas socio-culturales tan peculiares como plenas de valores solidarios, de lealtades incuestionables, de costumbrismos ancestrales, de consustanciación con el paisaje al que uno se enraiza definitivamente hasta confundirlo con su naturaleza, de coraje instintivo para sostener posiciones justicieras o sentimientos profundos, de corazón sencillo y predispuesto a dar la mano, de temperamento romántico y condición humilde, de perseverancia laboriosa ante la adversidad, de profunda fe en el Supremo Creador de la vida. El correntino es el estereotipo del hombre de tierra adentro, que siente que el mundo es la Patria de uno –primeramente-, el solar natal que se defiende a muerte y al que se le profesa una lealtad apodíctica, pero que servicialmente convida a entrar al forastero sin demandarle nada a cambio. Es el que puede soportar dolores sin quejarse, desgañitarse en un sapucay al oír la dulce melodía de un chamamé (he aquí el prodigio de prescindir de las palabras y afirmarse en lo gestual como herramienta expresiva), y tributarle el alma a la mujer amada. Es el que todavía parte el pan en la mesa y lo comparte, el que gusta de la simpleza y los placeres de la vida pueblerina o rural, el que siendo iletrado canta y compone con tal de dar rienda suelta a sus sentimientos puros, el que no trepida en poner el cuero ante el llamado de la Patria y con orgullo ha ofrendado la vida de sus hijos en cada campo de batalla. Es el que todavía se para respetuoso ante el emblema nacional, y levanta una tacuara para alzar la azul y blanca sobre el techo de su rancho cuando una efeméride invita a conmemorar la historia. Y también el que cobija entenados con el mismo amor que a los hijos propios y a pesar de los rigores de la escasez económica. El que en el atávico acento de la lengua madre, su propio idioma guaraní, sostiene la pertenencia de centurias a una raza valerosa. Gente de pueblo, así de simple. Pero quien no se interna en la Psicología de la masa para tratar con propiedad la esencia del ser correntino, no puede apelar a entibos superficiales para explicarlo, habida cuenta del riesgo de parecerse a un literato de carabela, de esos que asomaban la nariz por la claraboya y retrataban al nativo como salvaje para vender un cuento exótico que les dispensara los favores de la Corte. Después vino la conquista y el exterminio. Tarde se percataron los trasnochados académicos de que la América india era una cultura. Y que toda cultura es única y particular en sus connotaciones, a contramano de lo que piensa Don Maciel cuando sutilmente nos arrebata a los correntinos el patrimonio cultural en la creencia de que todos comemos, dormimos y soñamos. Es la igualdad con que quiere estafarnos el colonialismo global para someternos. Despojarnos de lo nuestro con el cuento de que somos todos iguales denota un perverso fin político: eliminar las culturas, suprimir las fronteras y arrasar con los estados. Los propagandistas por izquierda y derecha, unos con su anti-imperialismo de importación y elitismo universitario, otros con su mercantilismo neoliberal, levantan esta bandera. No se trata, claro, de igualdad sino de igualitarismo contra-cultural. El discurso único opuesto a la diversidad.
Creo que el asunto de marras se resuelve entendiendo que su crítico nunca se sintió parte de Corrientes –y no está mal que así sea-, que nunca vivió ni sintió esos aires de provincianía, que jamás entendió ni acunó sentimiento alguno por ese suelo. Lo reprochable es que deliberadamente reniegue de su condición, que prefiera pensar al Taragüí desde afuera y con vergüenza, desde su acartonado paisaje suburbano que lo condiciona con una visión impropia e inescrutable: la de una ergástula donde gustan aislarse los librepensadores a fin de abstraerse de la realidad. No ser libres por un ascetismo intelectual significa verter, casi siempre, conceptos equivocados. No indagar desde adentro y desde el mismo ser estas cuestiones, aduciendo el desconocimiento a priori, lo pone en una comprometida situación. La del que no conoce o conoce mal pero igual se larga al maromeo.
Con respecto al idioma ¿cómo no diferenciar a los hispano-parlantes cuando se han entroncado multiculturalmente a lo largo y a lo ancho de toda América Latina –ni qué hablar en la misma España- configurando rasgos distintivos no sólo en lo fonético sino en lo semántico? Hallará ud un sinfín de palabras, giros, modos y neologismos que se incorporaron al vocabulario regional y al idioma español de oficio, por la propia Real Academia. Entonces, la construcción cultural del idioma no delimita campos semánticos sino que los amplifica y enriquece, tal el caso del castellano.
El sueño también colabora en las lides iconoclastas del escribiente, en esta ocasión para la burda recriminación de “porqué siendo correntino escuchaba tangos”, lo que bien podría equivaler a porqué siendo correntino habla dos idiomas en la campaña (el guaraní y el castellano) Y aquí vale la pena acotar que cuando el pretencioso intelectual suma a su ocio despierto el continuado divague onírico y traspone la frontera de lo razonable hacia el universo del desatino, aparecen los despropósitos. Esos de los que el gran Discepolín sabía decir: “¡Menudo problema el de la almohada Mordisquito!” Porque además resulta un mal intérprete de sus sueños el susodicho: la culpa que lo persigue no es la de ser correntino y escuchar tangos (mi abuela también lo hacía y a nadie se le ocurrió cuestionarle la ciudadanía), sino la de porqué siendo inteligente insiste en contrastar dos expresiones de la cultura popular con un afán excluyente. Desde muy niño he visto a la gente de Corrientes -en el campo, en el pueblo y en la ciudad- oír plácidamente los dos géneros y canturrear o silbar los temas que se propalaban por las emisoras locales, sin ningún tipo de escozor o culpa. Lo que me lleva a descreer cuando alude a su felíz infancia Don Maciel, pues con tanto desplante al género musical autóctono mal pudo causarle alegría el despliegue de acordes con que lo acunaban, a menos que fuera masoquista. Se pisa las patas y tropieza con sus propias redes el amigo. Como Sarmiento –otro gran maestro de las macanas- utiliza este recurso a menudo y lo convierte en literario.
Citar a Teresa Parodi como excepción que confirma la regla de la indigencia literaria del chamamé, en este punto de su libreto, contradice manifiestamente lo que al finalizar el mismo destaca: el reconocimiento a insignes exponentes como David Martínez, Oscar Portela, Gordiolla Niella, Francisco Madariaga, Martha Quiles y Jorge Sánchez Aguilar. ¿en qué quedamos entonces?
Intuyo aquí una infantil maniobra que no persigue sino el mismo objetivo de su aversión al género cual es la de socavar la identidad cultural de un Pueblo contrastando a sus cultores. Es la perversa lógica de la competencia neoliberal, la descalificación comparativa propia de la cultura individualista del mercado. Primero confronta dos géneros de una misma especie (chamamé y tango), y posteriormente avanza enemistando estilos y referentes dentro de uno de ellos. Una técnica conquistadora de la que conocemos bastante por haberla padecido durante más de 500 años chamigo.
Ha de comprender el lector que en tales circunstancias y con semejantes prejuicios poco podrá encontrar el crítico en el chamamé que concite su débil atención... mucho más cuando admite que la misma está aturdida... ¿por la incomprensión quizás?
Su afán de vivisección, exponente del sesgo oblicuo con que analiza los temas al tomar fragmentos descontextualizados y con sentido tendencioso, lo lleva a concebir interpretaciones erráticas y antojadizas, que no se le ocurrirían ni a un púber en edad escolar. Con lo cual “La vestido celeste” no viene a ser una cuestión cromática de vecindario sino una expresión subjetiva aneja al más sublime de los sentimientos hecho canción, tan universal en el cabal sentido de la comprensión que logra trascender las proximidades vecinales en policromías inasibles para el apagado entendimiento grisáceo de los indiferentes.
Y “Bañado Norte” es el paraíso existencial de dos corazones enamorados, donde se resalta la pertenencia celosa al terruño propio frente a los acontecimientos del vivir. La noción jurídica de inmueble como determinante del amor es otra impresión rebuscada de Don Maciel, que tal vez surgió de esas pesadillas inquisidoras que padece. Es como si yo mismo le asignara tal parecer algún verso de Cadícamo. Y si al detractor oficioso del chamamé no le interesan los domicilios de las parejas podría ocuparse de conseguir una goma de borrar y remitirse con carácter urgente a los versos del tango “Anclao en París”, o censurar esos que dicen “...Corrientes 248 segundo piso ascensor...” por certificación explícita de domicilio. Sépase que cualquier obra, del género que fuere, contiene referencias comarcales y toponímicas, a modo de alegorías expresivas y necesarias.
A propósito, me detengo brevemente amigo lector para escuchar “Puente Pexoa” y compruebo que el espíritu romántico de los hombres que venimos de tierra adentro siempre hallará en páginas como ésa un bálsamo reconfortante, consintiendo el aserto de Saint Exupéry de que lo esencial es invisible a los ojos. Créame: el verdadero goce está en las cosas simples de la vida, no en las virtudes analgésicas contra dolores de cabeza que demanda el amanuense mal intencionado en sus ironías.
Cuando dice que la letra no lo conmueve pone en evidencia su egoísmo, pretendiendo que los autores de letras se esmeren en impactar su menguada sensibilidad. Demasiado exigente el hombre! Tanto como para detallar que el Puente Pexoa está atestado de malezas, desvirtuando la alusión a jazmineros y orquídeas en flor de los versos. Los paisajes mutan Compañero. No olvide que el Riachuelo alguna vez fue un curso de agua incontaminada.
Y la tan mentada estrofa de”Kilómetro 11” a que refiere no es traducción precaria de nada, ni misión masoquista del autor, sino la bella y trágica manifestación del infortunio amoroso que todo hombre suele padecer en alguna instancia, salvo que se trate de un huraño desdichado cuya sequedad sentimental lo prive de la épica determinación de convertir un revés en canción de amor. Ese milagro de hacer flores de los cardos y espinas. No se trata de puerilidades, lo pueril es la interpretación que el resentimiento y el sarcasmo determinan.
Sin embargo, y es lo que me aterra de Don Maciel, se propone silenciar a los cantores en aras de redimir la música. Alguna vez Borges –otro apátrida renegado pero de fina pluma- expresó lo mismo del tango en la convicción de que este género había sido notable hasta que le pusieron letra, por lo que dejó de gustarle. ¡Cuánta coincidencia entre los pensadores de lo anti-nacional, desde el maestro mayor de la comparsa hasta los partiquinos acollarados a la sinfonía!
¿Qué diría Horacio “si se calla el cantor”?
Lo tenebroso es que como tantas dictaduras militares se persigue el silencio con cualquier excusa, así sea la de los lamentos caninos en las siestas de “Pampa y Cielo”. No se trata de insinuar que Corrientes está en La Pampa, como se figura el detractor. Me tomaría el atrevimiento, con las consabidas disculpas del caso, de sugerirle un repaso de nociones elementales de geografía a fin de no tener el desagrado de ir a Corrientes y verificar que sus campos son una extensión vasta de pastizales y montes, vale decir una pampa según lo confirma la respectiva acepción del término en el diccionario castellano. El paisano emparentó la referencia paisajística con el lenguaje común de sus cofrades gauchos de otras latitudes, y esa alusión topográfica en la que el cielo en lontananzas parece tocar el relieve confundiéndose con él. Y así fue que hizo del paisaje una bandera: Pampa y Cielo. Contundente expresión que sintetiza el amor por la tierra, patria eterna de los hombres de provincia.
Prosigue la injuria en la creencia que los letristas del chamamé parecen no haber conocido poesía... a lo que espeto sin vacilar: ¿Quién necesita conocerla para poder escribirla? ¿Acaso a Byron, García Lorca, Cervantes o Shakespeare se les habrá exigido tal requisito? No me atrevo a inquirir si a alguna de estas celebridades se les pidió que leyeran el Popohl Vuh o conocieran el Martín Fierro para considerarlos poetas. El mayor requerimiento para el oficio de poeta es la sensibilidad expresiva, la sabiduría al apreciar y un don de romanticismo que haga volar las palabras hacia el corazón del prójimo concitando su aquiescencia perenne. Cosa que ningún libelo con pretensión de tratado, amén del vocabulario de prosa distinguida o el elevado plafón literario que esgrima, podrá lograrlo. Vea ud querido lector si hasta en eso no ganan los poetas populares: sus versos, sencillos y agrestes a veces, con expresiones silvestres, calan hondo en el corazón del Pueblo, se hacen canto y alcanzan la inmortalidad trascendente. Créame: he visto a tanta gente común analfabeta de letras que tuvo la habilidad de hablar en versos verdades y sentencias sabias, sin haber leído jamás poesía. Esta carencia no inhabilita a nadie para escribir, a pesar del curioso autoritarismo que la “dictadura de las letras” ejerce desde academias y sociedades para acallar a los poetas del pueblo. Aunque Doña Celia –remozada versión de Doña Rosa de Neustadt para la propaganda vende-buzones con que el sistema manipula la opinión pública- continúe sentadita bajo la sombra de un lapacho sin comprender algunos términos del cantoral...
Relataré una experiencia que llamó desde siempre mi atención: de muy niño –cuando fui a vivir a Corrientes pues no soy oriundo de la provincia, aunque allí me formé y me aquerencié hasta hacerme correntino por adopción- observaba a los lugareños memorizar esos versos de “Homenaje a las Islas Malvinas”(chamamé de Avelino Flores y Salvador Miqueri que hasta no hace mucho tiempo eran la apertura matutina y el cierre de las transmisiones de la emisora radial LT 7) sin comprender cabalmente el significado de ciertos vocablos, es verdad. El tema era un himno para todo correntino que se preciara de tal, y había sido un emblema de patriotismo durante la Guerra de Malvinas. Lo cantábamos en la escuela y lo tarareaban los paisanos del campo cuando pasaban a caballo por las arenosas calles del pueblo. No me quedé con esa mirada superficial de turista miope y, tiempos después comprendí que el mensaje central del tema estaba por lejos asimilado, y no era otro que reivindicar cantando nuestro sentimiento patriótico, algo que tal vez ningún libro o discurso pudieran alcanzar masivamente debido a esa frialdad material que les impide llegar al corazón de la gente sencilla. Hace poco tiempo, en ocasión de una de mis obligadas visitas vacacionales a Concepción –aclaro que hace 13 años resido en Buenos Aires- oí cantar ese tema con tanto fervor a unos muchachitos quinceañeros durante una guitarreada. Confieso que me emocioné tanto y corroboré lo maravilloso de nuestro genuino patrimonio cultural: lejos de morir, el chamamé trasciende generaciones y perpetúa su presencia en los acordes melodiosos con que se escribe también la historia de los pueblos. Cuando el poeta recurre a vocablos desconocidos para el común de la gente no comete una bravuconada de diccionario, como cree nuestro inquisidor en su desafortunada apreciación. Muchos compañeros míos de escuela primaria -por entonces-, y algunos amigos de bohemia y trasnochadas -tiempos después-, se animaron a abrir el diccionario para develar el significado de esos términos musicales, y lo “compartieron” con paisanos de campo a modo de explicación complementaria al canto cuando se dio la ocasión. Así se produjo el milagro “no escolar” del aprendizaje: en la motivación cancionera que entonaba palabras que no conocían, es cierto, pero que intuían sin alcanzar a explicarlas. Hasta que pasaron a formar parte de su léxico elemental, en el mejor de los casos. Eso era lo asombroso: lograr que el pueblo también agarrara el diccionario. Y es lo que muchos no ven y otros se resisten a considerar.
Entiéndase bien: lo malogrado no son los versos en cuestión. Lo malogrado es el oficio de exégeta resentido con que se despacha el crítico ignaro, hecho que “oculta” una siniestra connotación política, pues el vituperio descalificador del chamamé opera como táctica funcional a la estrategia imperialista de producir la exéresis cultural de los Pueblos. Ésa es la ocultación pretendida.
Afirma el hombre que los malos autores se esconden detrás de palabras difíciles, lo que difícilmente los salvará de ser malos autores. Y es lo que pude percibir en su opúsculo cada vez que se auto-incrimina en la despiadada crítica que le dispensa a los otros. Digno caso de diván el de Don Maciel. ¿Creerá acaso que es el supremo oráculo de civilizaciones perdidas, a quien se debe consultar por la calidad literaria de los versos cada vez qu se tome una pluma para escribirlos? ¿Quién le habrá conferido el triste privilegio de “censor” de letras y con qué autoridad pretende ejercerlo? ¿O es que existe un parámetro para catalogar cualitativamente las producciones literarias más allá de la falible y escueta subjetividad? En mi humilde parecer lo subjetivo se convierte en valedero toda vez que se amalgama en la potencia de la muchedumbre hecha Pueblo (permítaseme parafrasear a Scalabrini Ortiz), unánime expresión del “yo” en el “todos”.
Nuestro defenestrador oficioso del chamamé evidentemente conoce poco y mal acerca de las letras del género. La toponimia temática, el costumbrismo, el romanticismo y la tónica descriptiva son rasgos universales de los poemas. Las hallará en la latitud cultural que ud prefiera. El único martirio para el lector resultará de la lectura de los pareceres que vierte en su artículo el amigo Maciel. Aunque dudo que alcance tal proeza cuando encuentre algún lector que no sea yo.
Me reconforta saber que, al menos en Corrientes, las injurias de propagandista con que ataca nuestra expresión musical autóctona no serán leídas ni tendrán eco alguno en el Pueblo. Pero los que combatimos alegremente con las armas de la militancia solemos –por imperiosa necesidad- combinar el arrojo romántico del idealismo con cierto masoquismo intelectual: hay que oír al oponente para refutarlo.
De “ramos generales” es la faltriquera rellena con que la prensa “regiminosa” supo premiar y acoger a los voceros de la Colonización Pedagógica, o a críticos insustanciales que alquilan su mal genio para imposturas de feria. Todo un circo de la polémica de baja estofa y verba prominente. Quiera Dios que Don Maciel no termine en esto y se percate de su error. Puede no gustarle el chamamé, eso no es ningún pecado. Lo que resulta inconcebible es el “ninguneo” apelando a golpes bajos, porque sirve a intereses de aniquilación cultural propiciados por el imperio.
Ni Montiel, ni Tránsito, ni Isaco o Tarragó Ros, como dice en la crítica, recelaban de las letras con sabiduría. Es más, cada letra que padeció la ablación analítica del censor fue musicalizada por ellos e interpretada por sus cantores.
Demonizar las letras del chamamé con fundamentos extravagantes es una apostasía a la identidad cultural del pueblo correntino, propia de un libretista de coyuntura que no terminará de ser leído y pasará sin pena ni gloria por la consideración popular. Mientras tanto las canciones permanecerán incólumes en la memoria colectiva.
Me excuso por el tenor de mis argumentos, pero me sentí tocado en lo más íntimo de mi condición provinciana por las opiniones agraviantes del amigo Maciel. La vehemencia expresiva con que acompaño mi refutación no persigue la finalidad de faltarle el respeto a nadie que piense diferente, pero sí dejar bien sentada la defensa de mi acervo cultural.
Yo, que no nací en Corrientes pero me siento más correntino que cualquiera, levanto mi voz para defender mi música: el chamamé. Esa misma expresión con que me acunara mi vieja abuela cuando apenas era un gurí y me asomaba en patas a la vida pueblerina. La misma que me acompañó en la quimera del primer amor y me sigue acompañando en la sombra cálida de mis viejos amigos distantes.-
Buenos Aires, 08 de Marzo de 2.008.-
Bravo Carlitos!! Lo mismo le dije a Maciel (Aunque lamento que no haya podido escuchar)en un programa chamamecero que conduzco:"Como cantan los jilgueros" por la 98.5-Radio Santana-Empedrado-Ctes.Te conozco por referencias de un amigo en común:Ricardo "Tito" Gómez-Un beso-Mónica Valega-
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