Por Jaime Galeano y Hugo Montero
Texto gentileza de Coral y la lista Conozcamos la Historia
El tan comercial entre nosotros Día del Niño se conmemora con desfiles y homenajes en Paraguay el 16 de agosto, en recuerdo de los tres mil quinientos niños exterminados en la batalla de Acosta Ñú librada en 1869. Los chicos masacrados llevaban las caras pintadas con barbas y bigotes, las cabezas cubiertas con quepis militares y sus manos con palos y maderas simulando fusiles.
Muchos años han pasado desde el final de la guerra del Paraguay; el genocidio organizado por los británicos y ejecutado por argentinos, brasileños y uruguayos, que tuvo en una batalla su síntesis más sangrienta.
El viento que cruzaba entonces el Cerro Gloria jugaba con el pelo de los niños, sucio de sangre y de tierra, cuerpos esparcidos por la pradera, desgarrados por el fuego de las balas y las cargas de soldados profesionales y mercenarios bien entrenados bajo la bandera de la Alianza. Los derrotados en la batalla de Acosta Ñú ese 16 de agosto de 1869 eran chicos, pibes paraguayos de entre nueve y quince años de edad, y sobre ellos el viento del cerro pasaba rasante, silencioso. A lo lejos, soldados brasileños comenzaban a cumplir las últimas órdenes del Conde D’Eu y azuzaban el fuego entre las matas para no dejar rastros de la masacre, para evitar cargar con los heridos, para apagar definitivamente la luz de un genocidio inédito en la historia de América del Sur. Y ese fuego escondió la sangre para siempre.
La batalla de Acosta Ñú, donde fueron asesinados cerca de tres mil quinientos niños paraguayos, no sólo representó el símbolo máximo de un genocidio que devastó a un floreciente país sudamericano, sino que continúa siendo hoy uno de los hechos más vergonzosos en la historia de los países responsables y cómplices de la guerra de la Triple Alianza, Argentina entre ellos. Una historia que suele omitirse en los manuales escolares que leen los niños de esos mismos países.
"Si queremos salvar nuestras libertades y nuestro porvenir tenemos el deber de ayudar a salvar al Paraguay, obligando a sus mandatarios a entrar en la senda de la civilización", exhortaba Domingo Sarmiento, meses antes del comienzo de la guerra. La conclusión de esa entrada en la senda de la civilización que representaban entonces civilizados países como Argentina, Brasil y Uruguay, significó para el Paraguay el aniquilamiento del noventa y nueve por ciento de su población masculina mayor a los quince años y del setenta y seis por ciento del total de sus habitantes durante la etapa 1865-70.
La guerra redujo la población del Paraguay de un millón trescientos mil habitantes a doscientos mil y a un ejército de cien mil hombres a apenas cuatrocientos soldados sobrevivientes. También representó, claro, la pérdida de ciento sesenta mil kilómetros cuadrados de su territorio a manos de los vencedores, la aceptación del tratado de libre navegación en sus ríos (principal motivo de la guerra), el pago de mil quinientos millones de pesos en concepto de indemnizaciones, la privatización de sus tierras, fábricas y servicios a precios de remate y el comienzo de un endeudamiento crónico producto de un préstamo otorgado por la misma banca que costeó los gastos de guerra de Brasil: la británica Baring Brothers. Esta compañía fue, en realidad, la única ganadora del conflicto: el préstamo de tres mil libras esterlinas a un Paraguay en ruinas se transformó tres década después en una deuda de siete millones y medio de libras, por ejemplo.
"¿Cuánto tiempo, cuántos hombres, cuántas vidas, cuántos elementos y recursos necesitaremos para terminar esta guerra, para convertir en humo y polvo a toda la población paraguaya, para matar hasta el feto en el vientre de cada mujer?", se preguntaba el Marqués de Caxias, mariscal del ejército brasileño, en una carta dirigida al emperador Pedro II, antes de resignar su cargo a manos del asesino Conde D’Eu. Pero para zanjar la crisis interna de Pedro II en Brasil y también del presidente argentino Bartolomé Mitre, la guerra debía prolongarse hasta el final, y el final era la masacre.
Por eso la mañana del 16 de agosto el mariscal Francisco Solano López ordenó organizar una resistencia en Acosta Ñú para permitir su retirada hacia Cerro Corá, cuando las derrotas paraguayas se sucedían una tras otra. El general Bernardino Caballero fue el encargado de armar y vestir a un batallón de tres mil quinientos niños y apostarlos, junto con quinientos veteranos, en el paraje de Ñú Guassú, frente a un ejército brasileño de veinte mil hombres, alineados con mercenarios provenientes del Uruguay. Pese a las cargas reiteradas de los brasileños desde los cuatro flancos y a la debilidad lógica de la heroica resistencia paraguaya, la batalla de Acosta Ñú demoró toda una tarde en resolverse. Allí fue cuando las madres de los niños comenzaron a bajar del monte para sumarse a la batalla con las armas de sus hijos caídos. Con los últimos vestigios de sol, el Conde D’Eu no titubeó al ordenar el incendio de la pradera, con heridos y prisioneros incluidos, antes de continuar la marcha.
Con la muerte de Solano López en Cerro Corá, la guerra había terminado y la batalla de Acosta Ñú pasó a formar parte de la historia olvidada del continente. Sin embargo, el vergonzoso papel de los gobiernos de Argentina, Brasil y Uruguay en defensa de los intereses comerciales británicos tardaría mucho en apagarse. Al igual que el fuego que consumía de a poco los restos de la masacre en el Cerro Gloria.-
3 comentarios:
La metamorfosis de Francisco Solano López
Crónica de la larga operación histórica que transformó a un individuo nefasto para su pueblo en el prócer paradigmático de la nación.
Por Florencia Pagni y Fernando Cesaretti
Desgraciado el país que necesita héroes
Bertolt Brecht
Un minuto de silencio para López que está muerto
Eran las 11.30 horas del domingo 1 de marzo de 1970 cuando a lo largo y ancho de la geografía guaraní miles de paraguayos detuvieron sus actividades y guardaron un minuto de silencio en homenaje a la memoria de Francisco Solano López, muerto exactamente un siglo atrás. Tras el colectivo y gregario silencio se escuchó por la red de radio y televisión la voz del general Alfredo Stroessner, autoritario presidente del país desde 1954, quien expresó que “[...] acallados los últimos disparos de la guerra que libró la Triple Alianza contra el Paraguay, se amontonó la ignominia, la calumnia y el ultraje contra nuestra Patria, porque fueron los vencedores los que escribieron la historia a su manera pero, en el fondo del alma popular siempre se mantuvo intacta la memoria del Héroe, descubriendo con certero instinto la intención secreta de una confabulación internacional, cuya trama está siendo esclarecida hasta lo más recóndito de un revisionismo histórico [...] el General Bernardino Caballero [...] recogió el legado inmortal del mariscal Francisco Solano López, de quien fue su amigo leal y valiente colaborador [...] y que en la paz tuvo a su cargo la honrosa misión de fundar la gloriosa Asociación Nacional Republicana, [o] Partido Colorado, fuente inmarcesible del nacionalismo paraguayo”.
Este discurso expresaba en el presente de 1970 la utilización del pasado como fuente de legitimación de la ideología del gobernante partido colorado. Una fuente tal vez no tan “inmarcesible” como el coloradismo según el gusto de Stroessner, pero con suficiente eficacia discursiva para poder presentar a su autocrático régimen como continuador de una línea histórica determinada. Un esquema muy sintético de esa operación puede ser enunciado de esta manera: “la guerra de 1864-70 fue el fruto de una conspiración internacional contra el Paraguay cuya consecuencia fue la destrucción de uno de los países más avanzados de América. Los extranjeros vencedores y sus cómplices paraguayos declararon tirano al mariscal Francisco Solano López, pero el revisionismo histórico ha reparado esa injusticia histórica. Algunos ex colaboradores del mariscal López, como el general Bernardino Caballero, recuperaron la tradición patriótica del mariscal. El partido colorado, fundado por Caballero en 1887, es el continuador y defensor en 1970 a través de la figura de Alfredo Stroessner de esa tradición”.
Culminaba así un proceso vindicador de la figura del mariscal López que ciertamente habría sorprendido a la exigua clase dirigente paraguaya sobreviviente a la guerra que en la década de 1870 se apoyaba alternativamente en argentinos y brasileños, tratando de ganar estrechos espacios de actuación al moverse alternativamente a favor y en contra de los contradictorios intereses de los vencedores para que estos no hicieran desaparecer a su patria de la órbita de las naciones independientes de la tierra.
En ese tiempo de angustias nadie ponía en duda en Paraguay que el gran culpable de la desastrosa situación en que se hallaba el país era Francisco Solano López, dictador que con sus manejos discrecionales había arrastrado por apetencia personal a la nación a una guerra imprudente contra vecinos más poderosos.
La derrota había dejado al Paraguay a merced de estos, especialmente de una triunfal y expansiva Argentina que esperaba hacerse con los despojos territoriales del vencido para transformarlos en un apéndice administrativo similar a los espacios que con voraz apetito obtendría a principios de la siguiente década en la Patagonia a consecuencia de medir con eficacia geopolítica la circunstancial debilidad de su contrincante chileno, el que enredado en una guerra contra Bolivia y Perú en el Pacífico, no estaba en condiciones de aceptar el reto de un segundo frente en su oriente trasandino.
Solo una oportuna reacción del gabinete de Río de Janeiro impidió que Buenos Aires terminara convirtiendo a Asunción en subalterna cabecera de uno de sus flamantes territorios nacionales, con idéntico status político al del Chubut o la Tierra del Fuego.
Haber caído entonces tan bajo tras la guerra de 1870 potenció en los paraguayos sobrevivientes, junto al sentimiento de humillación por la derrota, un odio visceral a la figura de Francisco Solano López. Se lo consideraba (junto a su padre Carlos Antonio y a Gaspar Rodríguez de Francia) copartícipe necesario de una tradición de despotismo agresivo que solo había redundado en pobreza y destrucción. Ese odio llegaba a tal punto que al igual que en los países vecinos, se tendía a encontrar en la personalidad y conducta de López las causas de la guerra, dejando para un análisis meramente accesorio el contexto histórico que hizo posible el conflicto.
Como muestra de esta conversación general omnipresente en la menguada élite paraguaya del último tercio del siglo XIX, están los ineluctables testimonios que el fundador del coloradismo, Bernardino Caballero, emitió (pese a la tergiversación interesada de Stroessner) sobre su ex jefe en 1871: “[...] el Paraguay desde la aparición de su primer tirano, José (sic) Gaspar de Francia, desapareció del catálogo de las demás naciones, olvidado y perdido por muchos años [...]. Posteriormente [...] el nuevo Nerón americano [López] le arrancó su existencia, su porvenir entero, sacrificando a sus pasiones brutales tantas víctimas ilustres”
En 1873 Caballero vuelve a la carga de manera admonitoria sobre el tríptico de gobernantes despóticos del siglo XIX, reivindicados hasta la exaltación por los colorados del siglo XX: “Sesenta años de encierro, de oscuridad y tiranía deben ser más que suficientes para que las tristes lecciones de esos tiempos no vuelvan jamás a repetirse en los hoy despoblados bosques de nuestra querida patria. [...] Nuestro aislamiento, nuestro encierro, la falta de espíritu público entre nosotros, entregaron los destinos del país a tres tiranos, de los cuales dos [el doctor Francia y el mariscal López] no tienen paralelo en la historia de los siglos”
Había sin dudas en estas definiciones reprobatorias sobre López y lo que este había significado para el Paraguay, una dosis de medroso oportunismo (el territorio guaraní estaba ocupado militarmente por Brasil para evitar el zarpazo final argentino), pero existía también la convicción generalizada de que el país debía superar su tradición de mandones discrecionales de idéntica conducta política a la del biliático dictador porteño Juan Manuel de Rosas, y gobernarse (como lo estaba haciendo la Argentina una vez liberada del yugo rosista) según principios liberales.
La participación de Caballero y de otros ex jerarcas del régimen lopizta en un gobierno de posguerra se sustentó en el hecho de que frente al peligro de anexión total a la Argentina, los brasileños aceptaron la inclusión de aquellos lopiztas que consideraban recuperables; en especial de quienes demostraron capacidad de adaptación a los cambios de poder.
Buena parte de esos dirigentes habían acompañado la demencial aventura del presidente vitalicio casi hasta el fin. Y en el caso de Bernardino Caballero literalmente hasta el fin. En marzo de 1870 al frente de una corta fuerza procuraba en la frontera con el Mato Grosso tomar por asalto a las fazendas para así obtener ganado con el que cual poder alimentar a las famélicas tropas que seguían aún al despótico y ya a esa alturas totalmente desquiciado Francisco Solano López. Una vez capturado, Caballero fue conducido en calidad de prisionero de guerra a Río de Janeiro. Retornó prontamente a su patria en virtud del cálculo político del gabinete imperial que precisaba en Asunción de actores vernáculos dispuestos a contrapesar la influencia de sus compatriotas “argentinistas” que desde el comienzo de la guerra por un error estratégico del gobierno brasileño, se habían agrupado en la Legión Paraguaya prohijada por el presidente argentino Bartolomé Mitre.
A Bernardino Caballero y a los restantes actores de la clase dirigente paraguaya (más allá de que fueran por mero cálculo de pervivencia, probrasileños o proargentinos) al ver el estado calamitoso en que quedó su país tras la derrota, no les quedó dudas sobre quién era el gran culpable.
En la década de 1880, terminada la ocupación brasileña y aventada definitivamente la amenaza de absorción argentina, el partido colorado con su creador en la presidencia de la República, reafirmó la condena de la figura de López. Así el acta de fundación de esta agrupación política en 1887 reza textualmente: “Estamos aquí congregados al cabo de diez y siete años de nuestra regeneración política tan penosamente alcanzada y en la que hubo de abatirse a un despotismo terrible”. Ninguno de los presentes en ese acto inaugural cuestionó que la regeneración hubiera comenzado con la muerte de López; ni el vaticinio de que los tiempos “en que en la República podía disponerse impunemente de la vida y hacienda de sus habitantes han quedado definitivamente atrás y ya nadie será tan falto de vergüenza como para erigirse en defensor de los déspotas del pasado”; ni que los “principios liberales” fueran los del partido colorado.
Esta agrupación al igual que su funcional contrincante, el partido liberal, tenía como máximo enemigo simbólico y discursivo a ese mariscal muerto en los septentrionales deslindes serranos del territorio guaraní.
Sin embargo esta unanimidad reprobatoria de la figura de Francisco Solano López se irá desgajando de a poco en un proceso que hallará origen en intereses económicos antes que en principios ideológicos, siendo estos en todo caso consecuencia de aquellos.
La puta y el mariscal
En 1885 retornó al Paraguay Enrique Solano López, hijo del mariscal y de Elisa Lynch, con el objeto de reclamar las posesiones a las que su madre aducía tener derecho de propiedad.
Enrique Solano llegaba con los debidos poderes y transferencias otorgados por la Lynch en Buenos Aires, luego de que ella desistiera de trasladarse a Asunción, motivada sin dudas en esta decisión por el recuerdo de la hostilidad con la que había sido recibida en la capital paraguaya por las mujeres de la élite local en su anterior retorno una década atrás.
Una aventurera existencia fue la que le cupo en suerte a la irlandesa Elisa Alicia Lynch. Nacida en 1835, adolescente aún su madre la casó con un oficial subalterno del ejército francés, Javier de Quatrefages, junto al cual marchó a Argelia donde mitigó el aburrimiento de una cotidianeidad pasada en el ámbito de los regimientos coloniales con múltiples infidelidades. Finalmente repudiada por el engañado marido, se trasladó a París. En la capital francesa, en la cúspide de su juventud y belleza se convirtió en prostituta de lujo, especializada en el “mercado latinoamericano”. En esos menesteres la conoció en 1854 el primogénito del presidente paraguayo Carlos Antonio López, enviado a Europa por su padre como ministro plenipotenciario facultado para comprar armamentos y establecer acuerdos comerciales. El joven Francisco Solano, dudoso y engreído primogénito del mandatario guaraní, provisto por este de abundantes recursos financieros, aprovechó su estadía parisina para relacionarse con el demi monde de la Ciudad Luz, poblado de mujeres indiferentes al discurso moral corriente, cortesanas refinadas capaces de agradar a los hombres no solo por sus habilidades de alcoba sino también por su trato y conversación. Seguramente todos estos atractivos estaban presentes en Elisa Lynch, por lo menos a los ojos del impetuoso y pedante paraguayo, al punto que este retornó al Paraguay en su compañía.
Ya en tierra guaraní, si bien en un principio guardaron prudentemente las formas, pronto sinceraron una relación que duró tres lustros hasta la muerte de López en marzo de 1870 en Cerro Corá. Allí también finó el hijo mayor de los varios que tuvo la pareja, Juan Francisco Panchito López, un adolescente ungido por su alucinado padre como coronel en jefe del Estado Mayor de su espectral ejército. Panchito murió defendiendo a su madre de los atacantes brasileños que solo cesaron en sus intentos cuando desesperada aquella pronunció la frase salvadora: “-¡Cuidado, soy inglesa!”. Si bien López y Elisa nunca se casaron (posiblemente porque la Lynch hubiera incurrido en bigamia al no estar divorciada legalmente del oficial francés), la irlandesa obtuvo una respetabilidad tal vez forzada, pero respetabilidad al fin. La proletaria irlandesa devenida por fuerza de las circunstancias puta de lujo en el París burgués y cosmopolita del Segundo Imperio, se había transformado convenientemente a tiempo en el módico ambiente provinciano asunceño en la honorable y afrancesada madame Lynch.
La misma madame Lynch, ya rolliza y madura matrona, que en el Buenos Aires de 1885 traspasa dudosas legalidades a su hijo. La considerable fortuna en metálico que oportunamente había hecho retirar del Paraguay en 1869 por medio de la valija diplomática del jefe de la Legación yanqui en Asunción, transfiriéndola a la banca londinense haciendo valer su condición de “ciudadana británica”, la fue dilapidando a lo largo de esa década de 1870 en viajes por Oriente Medio, amantes y un tren de vida fastuoso que se llevaba de bruces con sus desmanejos financieros. El agotamiento de los recursos económicos motivó su fugaz venida a la ciudad del Plata. Luego de delegar en su hijo la defensa de sus intereses retornó a Europa en donde cerrando la parábola de su vida, falleció el año siguiente en París en similar pobreza a la que conoció en su infancia en Irlanda.
En busca del patrimonio perdido
¿Qué es lo que reclama Enrique Solano López? Simplemente un patrimonio formidable. El mismo se había formado por las transferencias, donaciones y “ventas” que su padre hizo a su madre.
Debemos tener en cuenta un hecho fundamental. Esto es la confusión interesada que los López (Carlos Antonio y su sucesor Francisco Solano) tenían sobre bienes privados y bienes públicos. Como bien señaló un diplomático inglés destacado en Asunción en esos años: “de hecho, el país es una gran estancia de la que actúa como propietario el primer magistrado”. Esa gran estancia tomó una dimensión extraordinaria en 1846, cuando el gobierno se declaró propietario de todos los bosques. Estos eran explotados por una mano de obra servil o directamente esclava, a quien se castigaba con la pena de muerte si abandonaba los obrajes, aún en el caso de que lo hiciera para ponerse a salvo de ataques de tribus hostiles. En 1848 el gobierno confiscó los bienes que las comunidades indígenas habían conservado desde los tiempos coloniales. Asimismo los mayores comerciantes en yerba eran siempre personas allegadas al gobierno. Hasta los apologistas del mariscal López reconocen que no había diferencia entre los bienes del Estado y los bienes de la familia López
Un ejemplo de aquella confusión es justamente el caso de Elisa Lynch. En 1871 ante un tribunal inglés declaró que, en el Paraguay, ella había comprado inmuebles por valor de 20.000 libras esterlinas; que desde el Paraguay había enviado al extranjero 50.000 libras durante la guerra; que en joyas y otros valores tenía unas 10.000 libras más; en total, unas 80.000 libras, una suma considerable para la época, al punto que superaba al presupuesto paraguayo de ese año: 70.000 libras que el empobrecido país vencido no tenía y esperaba cubrir con la llegada de un empréstito inglés. En 1867, cuando la destrucción de la guerra no había alcanzado aún los extremos posteriores, el inventario del mes de agosto mostró que en las arcas fiscales había sólo el equivalente a 10.000 libras.
La exposición de estas cifras nos permite comparar la desproporción entre la riqueza del país y la de Elisa Lynch, cuya fortuna era aún mayor. En un folleto que en esos años da a publicidad -Exposición y protesta-, presenta una lista de 32 inmuebles rurales y urbanos, casi todos comprados durante la guerra por valor de 34.967 libras, y no de 20.000 como había declarado en el tribunal inglés. Su fortuna declarada ascendía a casi 95.000 libras, con la salvedad—ella lo dice—de que los precios de los inmuebles estaban deprimidos a causa de la guerra. Esta es una explicación insuficiente, pues sus inmuebles rurales en el Paraguay cubrían 3.105 leguas cuadradas (5.412.000 hectáreas), y el precio de la legua de campo (antes de la guerra) se estimaba entre 1.800 y 3.100 pesos; tomando el precio más bajo, el valor del inmueble llega a 5.589.000 pesos, o 1.117.800 libras esterlinas. Las 3.105 leguas, sin embargo, se compraron por 90.000 pesos, unos 29 pesos por legua, que no son precio deprimido sino irrisorio. La mencionada lista de 32 inmuebles no incluía otras propiedades suyas: 3.317.500 hectáreas en el actual estado brasileño de Mato Grosso do Sul y más de un millón de hectáreas en la actual provincia argentina de Formosa.
Tan irrisorios eran los valores de venta de tierras del Estado a un particular, que el propio Francisco Solano López -en un desacostumbrado acto de realismo y decoro político- para que estos negociados mantuviesen un mínimo viso de legalidad, hizo firmar las ventas al dócil y decrépito vicepresidente Francisco Sánchez, cuando lo habitual era que homologara tales transacciones la rúbrica presidencial.
El enriquecimiento inmobiliario de madame Lynch solo fue posible entonces, porque el Estado paraguayo se había transformado en un feudo particular de la familia López.
Esta transferencia de tierras públicas no encuentra su razón única en una supuesta preocupación de López por el futuro de su familia. López y Lynch no estaban casados legalmente. De acuerdo a las normativas vigentes (que no era otra que la antigua legislación colonial española), la muerte del dictador no implicaría la sucesión automática de sus bienes a sus hijos. Antes bien, sus ambiciosos hermanos podrían reclamar la herencia. Tal vez allí se encuentre la causa profunda del fusilamiento de Benigno y Venancio López, que el autócrata ordenó en los últimos meses de la guerra, acusándolos de traición y conspiración.
Otra hipótesis no excluyente ni incompatible con la anterior, es la que sostiene el convencimiento que López habría tenido ante la inminencia de la derrota final, de que el Paraguay dejaría de ser un país independiente, dividiéndose su territorio los vencedores. Ya hemos visto que por lo menos en el caso de Argentina esto estuvo a punto de ser así y solo la reacción brasileña impidió que la anexión se concretara. Entonces el acceso a las tierras como propiedad privada de la ciudadana británica Elisa Lynch le permitiría a esta acudir en ayuda del gobierno inglés en el caso de que los países ocupantes cuestionaran la validez de sus títulos. Pese a los temores del dictador, la independencia formal del Paraguay fue respetada. Aún así los descendientes intentaron legalizar el asalto a la propiedad pública que el padre había enajenado a favor de la madre en los tiempos en que aquel manejaba de modo discrecional (y literal) el destino de vidas y haciendas en el atribulado Estado guaraní.
Derrotas judiciales
Pero ese atribulado Estado guaraní surgido de la derrota y azarosamente superviviente a partir de hacer jugar a su favor las contradictorias apetencias de los vencedores, opuso sus endebles instituciones a las pretensiones de Lynch y sus hijos.
En 1885 la Procuración General dictaminó que el pedido de reconocimiento de posesión de las propiedades era “improcedente frente a las leyes y la razón”. Tres años después el Supremo Tribunal de Justicia opinó con fuerza de ley que las ventas de tierras a la “ciudadana británica Lynch” habían sido solo una simulación y un descarado abuso de poder por parte del entonces dictador paraguayo. El Tribunal expedía su dictamen cuando no habían pasado dos décadas del fin de la guerra en el convencimiento de que no habría quien se atreviera a defender la supuesta legitimidad de dichas ventas “como mínimo por respeto a la verdad, si no a las desgracias de un pueblo”.
Estas negativas a los reclamos de Enrique Solano López tenían un respaldo legal basado en tres decretos. Resoluciones todas ellas emitidas por los endebles gobiernos provisorios paraguayos impuestos por los vencedores una vez ocupada Asunción (el primero redactado mientras López aún vivía y seguía combatiendo en el interior) que ponían a este fuera de la ley declarándolo “traidor a la patria y forajido”, embargaban sus bienes y los de su compañera “bastarda e ilegítima”, transfiriéndolos al Estado. El último decreto imponía incluso que Elisa Lynch debía ser sometida a juicio para dar cuenta de su enriquecimiento. Aprobados por la Legislatura, aún por congresistas que habían sido fieles sostenedores del régimen del mariscal López y evidenciaban su acomodamiento a las nuevas circunstancias políticas, lo cierto es que constituían una eficaz contención legal a las pretensiones de los herederos del déspota derrotado.
Ante el complicado panorama que se le presentaba en el Paraguay, Enrique Solano López intentó entonces hacer valer la transferencia que su madre le efectuara en Buenos Aires de los títulos de las tierras que habían quedado bajo jurisdicción argentina y brasileña.
En la Argentina alcanzaban a más de 11.000 km2 situados entre los ríos Bermejo y Pilcomayo. La opinión general en los ámbitos políticos y judiciales fue decididamente hostil a la restitución. Así en el mismo momento del reclamo en 1885 el jurista Estanislao Zeballos opinó que no solo no había legalidad en la posesión de ese territorio por Elisa Lynch sino que por ende era igualmente jurídicamente nulo el acto de transferencia que esta efectuara a favor de su hijo. Comenzaba para este un largo derrotero burocrático adverso a sus intereses que culminaría en 1920 cuando el presidente Hipólito Yrigoyen avaló la decisión judicial de que tales tierras pertenecían al patrimonio público, destinándolas a un proyecto de colonización como parte de un plan general de fomento del entonces Territorio Nacional de Formosa.
En el Brasil el panorama era aún más desalentador. Las tierras reclamadas, unos 33.000 km2, eran explotadas en concesión estatal por la poderosa compañía yerbatera Matte Larangeira. La demanda de restitución alcanzó entidad en 1892 cuando un representante de Enrique Solano López registró en una escribanía de Corumbá la escritura de compraventa labrada en Buenos Aires entre este y su madre. Para este tiempo el hijo del mariscal López había ya establecido algunos contactos en el débil entramado estatal paraguayo. De esa manera se entiende que a fines del siglo XIX los representantes diplomáticos guaraníes destacados en Río de Janeiro abogaran por su causa. Otra de sus estrategias fue la de asociarse con ciudadanos brasileños con el evidente fin de “desnacionalizar” su reclamo. Todo fue en vano. En 1900 la justicia estadual de Mato Grosso juzgó que su demanda era improcedente, fallo que fue ratificado dos años después por el Supremo Tribunal brasileño. En ambos considerandos se sostenía que en ningún momento el demandante había tenido posesión de las tierras en disputa, ya que las mismas siempre habían pertenecido al estado de Mato Grosso. Solo el poder discrecional y autoritario del ex dictador paraguayo posibilitó violentamente la venta o cesión a su concubina de predios situados en territorios ocupados militarmente por su ejército. Por lo tanto tal operación inmobiliaria pactada en esas circunstancias carecía de todo viso de legalidad.
Así a lo largo del tiempo, tanto en Paraguay como en Argentina y Brasil, Enrique Solano López fue sufriendo rudos golpes a sus pretensiones.
En el nombre del padre
Sin embargo tales adversidades no iban a menguar su espíritu ni su pasión puesta en el declarado objetivo de recuperación de un patrimonio perdido. Era un hombre inteligente y joven. Nacido en 1859, los recuerdos que tenía de su todopoderoso progenitor eran vagos y contradictorios. Tal vez las imágenes que quedaron fijadas con mayor nitidez en su memoria infantil fueron las correspondientes a la postrer y desastrosa campaña de la Cordillera. Recordaría su paso por las aldeas convertidas brevemente en “capital provisional de la República”. Un dudoso honor que perdían cuando ese rango era transferido al siguiente rancherío a donde se dirigían en esa huída a ninguna parte de las fuerzas imperiales. Estas cumplieron fácilmente su objetivo de perseguir, hostilizar y destruir ese ejército de espectros en el que él con apenas diez años de edad ostentó el grado de “teniente”, un capricho más nacido de la locura creciente de su padre. Sin dudas estaría nítida la visión de la masacre final a orillas del arroyo Aquidabán donde aquel (y también su hermano mayor Panchito) pasaron en su violento final a ser un perturbador y persistente recuerdo. Como poco antes lo habían sido sus tíos, desaparecidos de sus ojos de niño tras una atroz agonía ordenada por su padre, quién los acusó de traición al igual que a su abuela y sus tías, a las que condenó a la flagelación. Tal vez Enrique Solano se habrá preguntado íntimamente en más de una ocasión si alguien que hace torturar a su propia madre puede ser a su vez un buen padre.
Más allá de sus pensamientos íntimos sobre el particular, decidió que si quería recuperar –aunque sea en parte- el patrimonio familiar perdido, debía comenzar por instituir en la restringida opinión pública paraguaya una imagen favorable de Francisco Solano López. Solo así se podrían revocar los decretos admonitorios de su figura. Conseguido lo cual y con un consecuente ambiente político favorable, podría obtener la devolución de los bienes interdictos.
Así, por una cuestión de intereses meramente económicos y personales, Enrique Solano López dará inicio a una operación histórica elaborada por una corriente intelectual heterogénea en un principio y que irá decantando hasta conformar el llamado “revisionismo lopizta”. Los resultados de esta operación tendrán hondas consecuencias ideológicas no solo en el Paraguay del siglo XX, sino también en determinada comprensión del pasado por parte de millones de latinoamericanos que en las décadas del sesenta y setenta de ese siglo, desde una posición de izquierda progresista y bajo la consigna “Liberación o Dependencia”, harán suyo el discurso revisionista ungiendo a Francisco Solano López como héroe antiimperialista.
Exponemos a continuación los hechos y circunstancias que fueron consolidando esa estrategia vindicatoria.
El dolor paraguayo
“El hogar paraguayo es una ruina que sangra; es un hogar sin padre. La guerra se llevó a los padres y no los ha devuelto aún”. Ese aún corresponde a 1907, año en que Rafael Barrett, un aristócrata hispano británico desavenido con su clase, escribe en un semanario de Asunción la frase que da cabeza a este parágrafo, como parte de un artículo periodístico, el que sumado a muchos otros dará lugar a la constitución de un clásico de la literatura de denuncia social: El dolor paraguayo.
Para entonces casi cuatro décadas han transcurrido desde el fin del conflicto y el “aún” de la frase confirma un ominoso presente. El país al que llega Barrett muestra en apariencia cierto lento resurgimiento, cierta estabilización institucional más allá de las recurrentes convulsiones faccionales. Pero son signos falsos: lejos de haber una recuperación de los recursos humanos y económicos, estos se encuentran cada vez más desestructurados. Las prerrogativas otorgadas al capitalismo extranjero –especialmente argentino y en menor medida inglés y brasileño- hicieron que este, en convivencia con la oligarquía local, terminara adueñándose de las mejores tierras y de casi todos los medios de producción.
A principios del siglo XX Paraguay “es” dos zonas de explotación económica: la del tanino en el Chaco Occidental en manos de capitalistas argentinos asociados a accionistas europeos, cuyo ejemplo paradigmático es el del polifacético empresario Carlos Casado, fundador de colonias agrícolas y constructor de líneas férreas en la provincia argentina de Santa Fe, donde se enriqueció por la especulación inmobiliaria rural y por sus contactos con la élite gobernante local que le permitieron un uso espurio del crédito bancario del que redundó un excedente que a su vez multiplicó en la despiadada explotación de los obrajes madereros guaraníes.
La otra zona la constituye el área de explotación de la yerba mate, situada a lo largo de la ribera oriental del río Paraguay. Un largo recorrido que iba desde su desembocadura en el sur hasta el Mato Grosso. Precisamente en ese estado brasileño se ubicada la todopoderosa “Matte Larangeira”, en tierras que como vimos en la primera parte de este trabajo, eran reivindicadas como propias por la familia López
El obraje maderero y el yerbatero fueron exponentes de una economía basada en el monocultivo y la extracción de materias primas con una estructura feudal de explotación de la mano de obra, en condiciones que llegaban a una apenas encubierta esclavitud. Barrett, periodista con ideales libertarios, intentó concientizar con sus escritos, a sabiendas de los peligros que ello entrañaba. No esperaba justicia de parte de un Estado que había legalizado por decreto tal situación de esclavitud al dictar una legislación laboral que eliminaba la libertad de trabajo y de movimiento para el peón e institucionalizaba la prisión por deudas. Denunció entonces con énfasis ante la opinión pública los modos perversos de esa esclavitud. El mecanismo era simple: el adelanto irrisorio transformado en una deuda colosal que el peón debía saldar con su fuerza de trabajo en el yerbal. Fuerza que se iría minando en las pésimas condiciones laborales a la que se le sometería. Todo esto con la complicidad de jueces y jefes políticos, comprados por las compañías yerbateras que a cambio de un sobresueldo encontraban en la venalidad de estos funcionarios la imprescindible colaboración para conjuran rebeliones o fugas de los campesinos esclavizados.
Todo esto lo denunció Barrett con nombres, cifras, lugares. Veía sin embargo más allá: entendía que esta explotación solo era posible porque el cuerpo del país estaba herido en su organismo básico: el hogar individual, la familia como núcleo social. Y no solo la más humilde. Conjeturaba que la élite se comportaba de manera tan vergonzosamente cómplice de las condiciones que favorecían la explotación de los sectores más humildes, porque también ella había sido víctima de un cataclismo. Especialmente las mujeres, “esas nobles mujeres contagiadas de muda desesperación que López arrastró descalzas en pos de las carretas y que al sobrevivir se entregaron a los machos errantes para repoblar el desolado desierto de la patria”.
El hijo de una de esas mujeres, criticaría acerbamente a Barrett, afirmando que sus artículos antes que mostrar realidades, constituían “exageraciones sombrías de su pesimismo, los desahogos de su melancolía”. Ese hijo no era otro que Juan Emiliano O´Leary, un personaje que como a continuación veremos, fue fundamental en la reformulación de la figura de Francisco Solano López.
El Reivindicador
Nonagenario moría en 1969, plena era de Stroessner, Juan Emiliano O'Leary, periodista, historiador, político, diplomático, poeta y ensayista paraguayo. Nacido en Asunción en 1879, era hijo del segundo matrimonio de Dolores Urdapilleta Caríssimo. El primer marido de su madre fue un juez que el dictador Francisco Solano López remitió a prisión (donde murió), disgustado con alguna de sus decisiones. Dolores a su vez fue acusada de traición, en virtud de lo cual fue condenada al destierro interno, a ser al igual que miles de mujeres, una destinada . Junto a sus pequeños hijos fue obligada a realizar marchas forzadas en penosas condiciones, acompañando al ejército de López en retirada. En esa marcha los niños murieron de hambre. O´Leary evocaría estos horrores que se llevaron a sus hermanos a los que nunca conoció, escribiendo:
“Para tus verdugos y para los verdugos de nuestra patria –perdóname, madre mía- mi odio es eterno.
Madre, tu martirio es infinito. Día tras día, a cada momento, aparecen ante sus ojos las sombras de sus hijos, mis hermanos, muertos de hambre en la soledad de su peregrinación. Tú los viste morir.
Tú presenciaste aquella agonía indescriptible y, después que murieron, tuviste que dejar sus pequeños cuerpos fríos bajo una capa de tierra y una alfombra de flores.
¡Pobres mis hermanos! Yo también los veo en mis sueños, envueltos en nítidas mortajas, flotando en el espacio como blancos angelitos. Ni siquiera ustedes escaparon de la furia de los tiranos y de los Caínes.
¡Algún día, cuando mi canto sea digno de ustedes, enterraré su memoria en la cristalina sepultura de mis versos!
Tú perdonaste al tirano, que tan brutalmente te maltrató. Yo no lo perdono.
Lo olvido. Y en este día, uno mis lágrimas a las tuyas y con mi alma abrazo a esos pobres mártires, mis hermanitos, muertos de hambre en la soledad del destierro”.
O´Leary era un joven talentoso cuando escribió esta prosa, que a pesar de transitar por las fronteras de la sensiblería y el sentimentalismo, expresaba desde el dolor de su particular drama familiar una clara toma de posición respecto a la figura del mariscal López. Sin embargo pronto olvidó ese compromiso filial con las vicisitudes sufridas por su madre. Tal vez nada resuma mejor ese cambio que este escrito también suyo, en el que muchos años después el “tirano que tan brutalmente te maltrató” y a quien prometió no perdonar, se ha transformado en
“Esa figura (que) es como el nudo de nuestra historia, principio y fin de nuestra epopeya, clave de nuestro pasado, cumbre y cima, aurora y ocaso, resplandor de luz meridiana, [...] encarnación de todas nuestras grandezas morales y símbolo vivo de todos nuestros dolores. [...] Montaña de patriotismo, en sus entrañas brama el fuego de su amor desmesurado a nuestra tierra y en su alta frente pensativa parece que bullen todos los anhelos de nuestra raza [...] Se habla de sus errores y hasta de sus crímenes. Se dice que fue cruel. Su gran error fue no haber vencido. Su crimen, haber amado demasiado a su patria. [...] Los que hurgan en las intimidades de nuestra historia para encontrar motivos de desaliento [...] para empequeñecer o anular los méritos de nuestros grandes hombres, para disminuir ese patrimonio moral que es nuestro único título al respeto y a la admiración del mundo, más que nuestro odio, deben merecer nuestra compasión. [...] úlceras aún no cicatrizadas, abiertas por la guerra, quieren hacernos creer que no somos sino carne putrefacta; idiotez irremediable que quiere confundirnos con su propio cretinismo, aislémosles en el leprocomio de nuestro desprecio, mientras seguimos cantando el himno de nuestras glorias, seguros de que en los días que vendrán han de ser también para nosotros esa reparación que nos debe Dios en los designios de su justicia inmanente”
La exaltación patriótica, el ditirambo laudatorio hasta el paroxismo, muestra el cambio copernicano producido en O´Leary respecto a la evaluación de la figura de López. Este ha cometido solo un crimen: “haber amado demasiado a su patria”. Una interesada amnesia ha borrado en O´Leary los crímenes concretos del dictador. En particular uno que alguna vez le afectó profundamente: la muerte por inanición de sus hermanos mayores, esas criaturas a quienes pese a sus promesas de juventud, hacía tiempo ya que había enterrado en el olvido. Olvido forzosamente necesario para poder convertirse en el intelectual impulsor del nacimiento del revisionismo histórico para “recuperar” la memoria del fallecido dictador, retratándolo como héroe. O'Leary fue tan exitoso en esa tarea de que le apodaron El Reivindicador. Obtuvo entonces un prestigio que lo colocó en un lugar destacado dentro del grupo intelectual al que pertenecía, el llamado novecentismo.
El novecentismo: literatura, política y legitimación social
Hemos visto ya el estado de dependencia feudal y miseria material en que se encontraban las clases populares guaraníes a principios del siglo XX. Para el restringido número de intelectuales guaraníes el panorama era igualmente desolador. Paraguay era paupérrimo, falto de autoestima y carente de héroes paradigmáticos. Había triunfado la ideología liberal, cuyos seguidores despreciaban el pasado despótico y a los antiguos gobernantes. En aquel entonces empezó a sobresalir en la medianía general del acotado ambiente guaraní, una generación de estudiantes universitarios y bachilleres. Era un grupo pequeño y concentrado en Asunción, que anhelaba la construcción de una sociedad mejor, aunque no disponía de un pensamiento capaz de recuperar la autoestima nacional y a la vez encontrar la solución para una realidad miserable. Esos jóvenes buscaban héroes que encarnaran los valores, supuestos o verdaderos, de la nacionalidad paraguaya. La educación liberal no les ofrecía sino la denuncia de los «antihéroes» que gobernaron el país como dictadores hasta 1870. Componían cenáculos naturalmente reducidos, pequeñas islas que destacaban en el mar de analfabetismo en que se hallaba la inmensa mayoría de la población.
Maestro de los novecentistas fue Cecilio Báez, jurista erudito, autor de obras históricas y sociológicas, rector de la flamante Universidad Nacional de Asunción y diplomático. Otros exponentes de ese movimiento fueron: Arsenio López Decoud, autor del monumental Álbum Gráfico de la República del Paraguay, Manuel Domínguez, destacado catedrático, periodista y político; Manuel Gondra, profesor y político; Fulgencio R. Moreno, escritor, político y catedrático; Blas Garay, primer historiador paraguayo que acude a las fuentes de los Archivos de Indias para sus estudios sobre el Paraguay; Ignacio A. Pane, escritor, catedrático y sociólogo; Eloy Fariña Núñez, poeta; y unos pocos extranjeros como nuestro conocido Rafael Barrett, Guido Boggiani, Viriato Díaz Pérez, José Rodríguez Alcalá.
Más allá de estos nombres interesan dos que pertenecen también al grupo de los novecentistas. Son los que corresponden a Enrique Solano López y Juan O´Leary. El hijo del mariscal tras su desafortunado paso por tribunales paraguayos, brasileños y argentinos, tratando de recuperar la fortuna territorial que su padre otorgara en muy dudosas condiciones de legalidad a su madre, cambia de estrategia. O mejor, reformula la misma sumando al reclamo judicial, la construcción de una operación consistente en blanquear la memoria de su padre, con el objetivo de iniciar una campaña para derogar los decretos confiscatorios de 1869. Ese es la primera meta: conseguir un ambiente político y social favorable al rol histórico cumplido por el mariscal López, para obtener en segunda instancia la devolución de las propiedades y bienes interdictos.
Enrique Solano López funda en 1900 el periódico La Patria, desde cuyas páginas inicia su prédica vindicatoria. La misma tomará enjundia cuando se sume a ella en 1902 Juan O´Leary. Este se lanzó con todo el poder de su indiscutible capacidad intelectual a la campaña que daría origen al lopizmo, simplemente por una cuestión económica. Fue en este sentido un empleado generosamente rentado por Enrique Solano López. Y permaneció en esta empresa y le dio nuevo impulso cuando comprendió que aparte de las ventajas materiales, iba obteniendo prestigio y consideración pública.
En un principio el tándem Enrique S. López/Juan E. O´Leary no consiguió muchos adeptos dado que era todavía difícil, en virtud de la proximidad temporal del conflicto, manipular la historia. Una parte de la población, que ha vivido los acontecimientos directamente, tenía su propia visión de la guerra. Y del orden represivo atroz instaurado por el mariscal. Pero O´Leary, lejos de desanimarse, persistió en su cometido, incentivado no por convicciones ideológicas sino por dinero.
En ese sentido no se equivocaba Cecilio Báez, el más importante miembro de los novecentistas, cuando en la década de 1920, mientras crecía en el país la ideología lopizta, expresó que la recuperación favorable de la imagen de Francisco Solano López, era “simplemente una empresa mercantil, de lucro, en cuyo éxito creyeron los hijos de la Lynch adulando a los poderosos”.
Luego del fallecimiento en 1917 de Enrique Solano López la tarea de construcción del héroe quedó a cargo casi exclusivamente de O´Leary, aunque nuevas corrientes iban aportando lo suyo.
O´Leary fue simplemente un mercenario con una sólida formación cultural que creó a cambio de ventajas económicas, un héroe, en principio hecho a la medida de lo que su empleador pretendía, y luego constantemente reformulado de acuerdo a la evolución coyuntural de la política paraguaya en general y del Partido Colorado en particular, del que O´Leary fue miembro privilegiado y prebendario a lo largo de su dilatada existencia terrenal.
Un héroe “antiliberal” a la medida del nacionalismo autoritario
Poco a poco el machacar constante de O´Leary va dando sus frutos. Hacia la tercera década del siglo XX el lopizmo no es solo una corriente ideológica que avanza rápidamente dentro de ciertos círculos políticos e ideológicos, sino también un valor en alza en la conversación general de la población. Es muy común en esa época que en los establecimientos educacionales algunos alumnos pregunten desafiantes a sus condiscípulos si son lopiztas o no, y en caso de recibir una contestación negativa, desafían a pelear al interrogado. Más allá del rango aparentemente menor de estas anécdotas, las bravuconadas de esos estudiantes expresan un creciente sentimiento patriótico, convenientemente incentivado por el nacionalismo, donde los relatos épicos de la “Guerra Grande” van constituyendo una historiografía idealista del conflicto y de su principal protagonista. Es un relato ambiguo que mezcla la ficcionalización de la historia con la historificación de la ficción.
Hacia 1930 la creciente ideología lopizta no solamente defendía el rol histórico de Francisco Solano López, sino también de los gobernantes autocráticos que le antecedieron: José Gaspar Rodríguez de Francia y Carlos Antonio López. Esa ideología se oponía a los valores defendidos por el partido liberal, el cual se resistía a aceptar los valores tradicionales de la sociedad paraguaya y tenía los ojos puestos en el cosmopolitismo de Buenos Aires. La modernidad de los liberales se oponía al perfil rural del Partido Colorado, cuyo líder principal, el general Bernardino Caballero, había sido hombre de confianza de Francisco Solano López a lo largo de toda la Guerra, en rigor de verdad uno de los pocos oficiales que había salvado su vida de los arranques de demencial paranoia persecutoria del mariscal en las postrimerías del conflicto. Los colorados, olvidando la reconversión del propio Caballero como pieza clave de la política brasileña en la posguerra, se creían nacionalistas y acusaban a los liberales de reflejar valores extranjeros. Para los colorados, los liberales eran “legionarios”, es decir, miembros de la Legión Paraguaya, la pequeña fuerza militar de exiliados paraguayos que habían peleado a las órdenes del liberal argentino Bartolomé Mitre contra el régimen de López.
Una guerra ganada, resignifica una guerra perdida
La reelaboración de la memoria histórica en Paraguay activada por los lopiztas, contribuyó a que esa sociedad comenzara a exhibir un renacimiento del sentimiento nacional. La adhesión que manifestaba un sector mayoritario de la población hacia la recreación nacionalista del pasado centrada en la guerra, fue percibida por el gobierno paraguayo como una herramienta de eficaz operatividad en el contexto de creciente conflictividad con Bolivia por el litigio del Chaco.
Estallada la guerra en 1932 y durante los tres años que esta duró hasta la victoria militar paraguaya de 1935, era habitual en publicaciones dirigidas tanto a los soldados guaraníes como a la población en general, encontrar este tipo de analogías entre Francisco Solano López y los mandos del conflicto chaqueño:
“el Mariscal fue la personificación fascinante de las virtudes excelsas de su raza, como lo son ahora tantos jefes que en el Chaco, con su voluntad irreductible, están encadenando la victoria. En ellos y en su ejército revive el Mariscal, el espíritu de ese profesor de heroísmo que brindó al Universo una emoción de epopeya y le enseñó cómo [...] se muere por la Patria”
La guerra del Chaco significó para el Paraguay la reivindicación de su sentido de nacionalismo y su orgullo y confianza como nación. Esto tuvo su catalizador, en lo interno, en un amplio movimiento político liderado por los héroes militares de la guerra y sustentado en las estructuras partidarias del coloradismo. El 17 de febrero de 1936 esos golpistas derrocaron al presidente Eusebio Ayala (terminando con treinta y dos años de mandato continuo del partido liberal) y lo reemplazaron por el jefe más activo del Ejército, el coronel Rafael Franco.
Los llamados febreristas, triunfantes en su alzamiento oficializaron la reivindicación de la figura del mariscal con la promulgación de un decreto el 1 de marzo de 1936, aniversario de Cerro Corá, por el que se declaró "héroe nacional a Francisco Solano López, inmolado en representación del idealismo paraguayo". En setiembre del mismo año fueron igualmente declarados por decreto, próceres beneméritos José Gaspar Rodríguez de Francia y Carlos Antonio López. La implícita xenofobia del régimen militar encuentra también justificación en la exaltación de la figura del Supremo. El ostracismo que el doctor Francia expresaba en las barreras impuestas a la extranjería de porteños, correntinos y brasileños que intentaban avasallar al Paraguay, encuentra correlato en un nuevo tipo de extranjero: aquel de “ideas foráneas” que pretende subvertir un orden tradicional. En ese marco no es extraño que el principal crítico a la labor política, periodística y cultural desarrollada dos décadas atrás en Paraguay por Rafael Barrett (doblemente extranjero: por su nacionalidad y por su ideología anarquista) fuera Juan O´Leary. El nacionalismo dogmático y estatista de este, se hallaba en armonía con la dictadura de Rafael Franco. El culto que se rendía desde el gobierno febrerista a Francisco Solano López mostraba una concepción de Estado claramente favorable a los regímenes de fuerza, explicitado en el discurso vindicador de la figura del mariscal, donde el rol del ejército era trascendental:
“... no son las instituciones, sino las gestas militares, las que dan cuerpo a la nación. Guiado por un jefe heroico, el ejército encarna naturalmente los intereses del país y es al mismo tiempo el encargado de luchar contra el enemigo interior y exterior”
El lopizmo, movimiento inicialmente nacido para dar cierta legitimidad política al origen de los bienes materiales reclamados por los descendientes del dictador ya por entonces se ha desprendido totalmente de ese supuesto inicial. Despojado entonces de su “pecado original”, se irá consolidando ideológica y políticamente en los años posteriores, dando exitosa batalla en el campo historiográfico.
“Solamente los que andan de a pie no se caen del caballo”
La consulta en un diccionario biográfico nos dará de Juan Natalicio González una acotada información sobre su paso por este mundo: “Político y escritor paraguayo (Villarrica, 1897-México, 1966). Dirigente del Partido Colorado y presidente de la República (1948), fue derrocado por un golpe de estado (1949). Escribió varios estudios históricos y libros de poesía en guaraní y en castellano.”
Estos breves datos no alcanzan a dar cuenta de un hecho fundamental en esta historia: Natalicio González fue quien tomó la posta de Juan O´Leary en la construcción del lopizmo en la década de 1930 y en cierta forma es el que da definitiva estructura a una ideología autoritaria y antiliberal que servirá de sostén a la futura dictadura de Alfredo Stroessner.
En 1935 González escribe El Paraguay Eterno, obra en la que intenta demostrar que el liberalismo era un pensamiento exótico en el país y que existía una sola «esencia nacional», resultante de la tríada «tierra, raza e historia». Para González, militante del Partido Colorado, el liberalismo era una doctrina contraria a la naturaleza de la sociedad paraguaya y tenía por objeto arruinar el país. El Paraguay debía “estrangular el liberalismo”, hacer tabla rasa con el sistema político que, mal que mal, transitaba desde 1870 para volver a un autoritarismo similar al imperante en los gobiernos del Doctor Francia y de ambos López. “La doctrina liberal es el veneno que emponzoña el alma de la patria y le impide tornar a ser la nación grande y fuerte que fundó la civilización en el Río de la Plata.”
El antídoto para la enfermedad del cosmopolitismo liberal era el nacionalismo lopizta.
Curiosamente, esta xenofobia provenía en González de la influencia recibida de pensadores de extrema derecha europeos. Tal el caso del francés Charles Maurras, que le reforzó su antiliberalismo y le aportó el antisemitismo racionalizado intelectualmente. González llegó al extremo de atacar al liberal presidente Eusebio Ayala, quien fuera derrocado por los febreristas, bajo la acusación de “profesar la concepción judaica de la patria”.
Esta manifiesta xenofobia no debe impedirnos reconocer en Natalicio González a un sólido intelectual. Paradójicamente su repulsa a la extranjería no fue un obstáculo para que durante muchos años de residencia en la cosmopolita capital argentina, prestigiara con su inteligencia y erudición la brillante redacción del popularísimo (y amarillista) vespertino porteño Crítica. Allí compartió tertulias memorables con personalidades situadas por derecha e izquierda en las antípodas de su pensamiento, como el liberal Jorge Luis Borges o el comunista Raúl González Tuñón. Cuando tras ejercer por apenas cinco meses la Presidencia del Paraguay, fue defenestrado por una asonada interna, sus antiguos compañeros del diario fundado por Natalio Botana, preocupados por su suerte gestionaron que el presidente argentino Perón exigiera a su flamante y faccioso par paraguayo seguridades para su persona. Poco después una comunicación telefónica llevó a la redacción de Crítica en Buenos Aires la voz de Natalicio González que desde el puerto de Asunción donde iniciaba un exilio que sería definitivo, explicaba las peripecias de su paso por la convulsionada política guaraní y culminaba su exposición con gracejo e ironía al sintetizar las causas de su derrocamiento explicando que “solamente los que andan de a pie no se caen del caballo”.
Natalicio González lejos estuvo de ser, al contrario de su predecesor Juan O´Leary, un acomodaticio o un escriba de una causa por motivos económicos. Si bien es cierto que su presencia en el poder fue efímera, la influencia de González sobre el nacionalismo paraguayo fortaleció en el Partido Colorado tendencias y prácticas favorables al régimen político autoritario y al rechazo a las formas institucionales democráticas. Una praxis que al rechazar recurrentemente las concepciones liberales, fue preparando el terreno tras una década de inestabilidad y módicas guerras faccionales para la llegada de una larga autocracia.
Alfredo Stroessner, dictador colorado entre 1954 y 1989, heredó esa ideología y la adaptó al contexto internacional y regional de la guerra fría, donde su cerril anticomunismo encubrió simples apetencias de poder personal.
La mezcla de nacionalismo y lopizmo se hizo entonces doctrina omnipresente e indiscutible, apoyada por el Estado. Como vimos en la primera parte de este trabajo, el régimen strossnista impulsó una continuidad con el pasado sintetizada en la “línea histórica”: López-Caballero-Stroessner . Al último de esta triada no le interesaba la apología de héroes civiles y de la eficiencia del Estado liberal; antes bien deseaba promover la ideología autoritaria y militarista.
Como señala el historiador Francisco Doratioto, respaldado por las instituciones estatales de un régimen policial, fue que el nacionalismo lopizta se impuso por la propaganda sistemática, por la persecución al pensamiento crítico en la universidad, por la restricción de la libertad de prensa y por la inhibición a la investigación histórica con base metodológica científica. A esto hay que agregar que la corporación de historiadores prohijados por Stroessner llevó a cabo una política de destrucción sistemática de los documentos que la contradecían. A consecuencia de esos actos, hasta casi la década de 1990 la sociedad paraguaya tuvo un conocimiento distorsionado del proceso histórico del país. Había una percepción irreal de sus relaciones internacionales en el pasado así como de su rol en el contexto regional. Se inculcaba la idea de que cabría a caudillos de personalidad fuerte la conducción del Paraguay.
En este contexto no es un hecho menor que en la década de 1960 el ya nonagenario y siempre acomodaticio Juan O’Leary declarara heredero del mariscal López al general Stroessner. Poco después El Reinvidicador bajó a la tumba e inmediatamente Stroessner ordenó levantar un monumento a O’Leary que todavía sigue en pie en la plaza O’Leary de Asunción que aún se llama así. Los constructores de líneas históricas suelen tener estas recompensas, y perduran en la estatuaria y la nomenclatura.
Un líder antiimperialista
Hemos ido avanzando en este trabajo sobre la evolución del lopizmo, desde su original propuesta acotada a dar legitimidad a los dudosos derechos sobre bienes inmobiliarios de los descendientes de Francisco Solano López, hasta el proceso que en las tercera y cuarta décadas del siglo XX transforma a su figura, de dictador y responsable de una guerra desastrosa para su país, en héroe, víctima de la agresión de la Triple Alianza y paradigma del patriotismo paraguayo. En ese estadio, en la segunda mitad del siglo XX la interpretación de la guerra se construirá -de manera predominante en Paraguay pero con notable acogida entre intelectuales de los países vecinos- sobre la base de tres variaciones del enfoque imperialista y de los postulados que ofrecería la influyente Teoría de la Dependencia.
Compartimos lo postulado en una excelente investigación por la historiadora rosarina Liliana Brezzo, en el sentido que en esencia la teoría imperialista sobre el origen de la guerra exhibió durante esos años tres versiones:
La primera establecía que la guerra fue provocada por Gran Bretaña para abrir en el Paraguay un campo de rentables inversiones y un mercado para las exportaciones británicas.
Una segunda teoría se basada en la crisis del algodón de mediados del siglo XIX, que sostenía que la guerra civil en los Estados Unidos había creado tan grave alteración del mercado que los británicos consideraron al Paraguay como un proveedor que compensaría la declinante oferta de los estados confederados enfrentados entonces bélicamente al norte industrial yanqui.
La tercera teoría argumentaba que la incompatibilidad política del gobierno liberal al estilo europeo y el capitalismo estatal al estilo paraguayo habría conducido a Gran Bretaña a financiar una guerra encubierta mediante préstamos a los gobiernos brasileño y argentino.
En la década de 1980-90 esta taxonomía comenzó a ser revisada en Paraguay en el contexto abierto por la recuperación de las libertades. El año 1989 propició una renovación fundamental de la historiografía paraguaya que ahora tenía gracias a los saludables aires pos strossnistas, generalizado acceso a fuentes, a los archivos, a modernas metodologías historiográficas y nuevos campos temáticos. A esa situación específicamente paraguaya se agregó el proceso de integración regional que ha contribuido -sostiene Brezzo- a una entronización de la alteridad y a una reflexión acerca de las posibilidades y condiciones mismas de la mirada desde afuera.
Investigadores paraguayos y de otras nacionalidades al indagar conjuntamente sobre el origen y las causas de la guerra demostraron de manera convincente que cualquiera sea la versión de la explicación imperialista que se aplique, la evidencia disponible hasta el momento presta sorprendentemente poco apoyo empírico a la misma.
Estos trabajos ofrecen, entre otras pruebas, la dimensión diminuta que presentaba el mercado consumidor paraguayo por la falta de poder adquisitivo de la población como para despertar en Gran Bretaña un verdadero interés en su apertura. De haber existido -consideran- una vez removido el obstáculo para su apertura (la dictadura de Francisco Solano López) los británicos habrían invertido grandes sumas, aumentando de manera significativa el comercio. Pero esto no ocurrió: la evidencia presentada descubre que hacia 1880, por ejemplo, el Paraguay ocupaba uno de los últimos puestos en el ranking de inversiones británicas en América Latina.
En cuanto a la teoría de la crisis del algodón hay que comenzar por recordar que la Guerra del Paraguay se inició cuando la lucha norteamericana terminara y que, durante los cuatro años de ese conflicto Gran Bretaña había ubicado otras fuentes alternativas, particularmente en Egipto y en Brasil; por otra parte el algodón constituía un renglón muy pequeño de la exportación paraguaya, incapaz de atender las demandas que los británicos buscaban. Finalmente, la más firme desmentida de este argumento se basa en los propios esfuerzos que Francisco Solano López desplegó entre 1862 y 1865 para encontrar mercados a los productos paraguayos, yerba y especialmente algodón; por lo tanto no puede afirmarse que López habría impedido que el Paraguay exportase tanto algodón como le fuera posible.
¿Por qué tuvieron tanta atracción estas interpretaciones en la segunda mitad del siglo XX? Hay que admitir que culpar a Gran Bretaña por el inicio del conflicto satisfacía en las décadas de 1960 a 1980 a distintos intereses políticos: para algunos se trataba de mostrar la posibilidad de construir en América Latina un modelo de desenvolvimiento económico no dependiente. Modélicamente apuntaban como un precedente el estado paraguayo que fuera regido de manera despótica y autárquica (se aceptaba lo primero en aras de lo segundo) por el doctor Francia y los López. Acabarán, por lo tanto, por negar esa posibilidad en la medida en que presentaran a la potencia central -Gran Bretaña- como omnipotente, capaz de imponer y disponer de los países periféricos, de manera de destruir cualquier tentativa de no-dependencia.
Por su parte, la visión maniqueísta y mistificadora de Francisco Solano López no solo interesaba como al régimen dictatorial de Stroessner. También les convenía a sus enemigos políticos e ideológicos. En esa visión López era expuesto en condición de víctima de una conspiración internacional que prefirió morir a ceder a presiones externas. Por otra parte, estos presupuestos y conclusiones sufrirán una fuerte influencia del contexto histórico en que fueron escritos. Las décadas de 1960-1970 se caracterizarán en América del Sur por gobiernos militares. Una forma de luchar contra el autoritarismo que asolaba el continente era minar sus bases ideológicas. Los regímenes de fuerza estaban encabezados por militares golpistas que hacían -de la boca para afuera- de su liberalismo un credo similar al de su anticomunismo. Y que no tuvieron el menor prurito en echar abajo en sus respectivos países de actuación, la democracia y las instituciones, so pretexto de defenderlas. La Doctrina de la Seguridad Nacional a la que estos pretores adscribían los convertían de modo explícito en monigotes funcionales al imperialismo yanqui.
En ese contexto hacer del imperialismo inglés el responsable máximo y casi excluyente de la Guerra contra el Paraguay dio a ese conflicto un carácter ideológico y permitió que se retratara a Francisco Solano López como héroe antiimperialista. Ese carácter viabilizó la aceptación del nacionalismo lopizta por parte de la intelectualidad latinoamericana de izquierda. Por esta causa el nacionalismo lopizta antiimperialista fue tan exitoso entre los intelectuales al atacar el liberalismo que arropaba en la Guerra Fría a los militares facciosos latinoamericanos.
Al fin y al cabo, Bartolomé Mitre, presidente de Argentina que luchó contra Francisco Solano López y mantuvo una lealtad inconmovible a su aliado brasileño pese a las dificultades casi insolubles surgidas en el frente interno, fue la más destacada figura del liberalismo porteño y el fundador de un diario, La Nación, el cual se asumió como el vocero prestigioso de la burguesía liberal argentina que se benefició con los recurrentes golpes militares ocurridos a partir de 1930. En Brasil, donde los militares ocuparon el poder entre 1964 y 1985, Caxias y Tamandaré, jefes de las fuerzas brasileñas en la guerra, fueron convertidos en próceres modélicos del ejército y de la marina, respectivamente
He ahí, la razón en gran parte, de la acogida vergonzosamente acrítica y el consiguiente éxito en los medios intelectuales de la versión del revisionismo lopizta sobre la Guerra del Paraguay, versión aceptada por atacar el pensamiento liberal, por denunciar la acción imperialista o por criticar el desempeño de los jefes militares aliados. En estas interpretaciones, subyace muy a flor de tierra la construcción de un paralelismo entre la Cuba socialista, aislada del continente americano y hostilizada por Estados Unidos y la presentación de un Paraguay de dictaduras progresistas y víctima de la potencia entonces más poderosa del planeta, Gran Bretaña.
En este comienzo del tercer milenio, junto a la caída de la otrora popular Teoría de la Dependencia y al consiguiente deshielo del mito imperialista sobre el origen de la Guerra del Paraguay, estamos en presencia de investigadores que han contribuido al esclarecimiento de una serie de cuestiones que aparecían inviolables hasta hace poco tiempo.
Pero si hay un descrédito notorio en el mito de Francisco Solano López como líder antiimperialista, persiste en la conversación general de vastos sectores un halo romántico sobre su figura.
La proeza de un matón, sangrienta
Al igual que el hombre del casino provinciano retratado por Antonio Machado en “El pasado Efímero”, varias generaciones de latinoamericanos formados en determinado sentido común histórico por las variopintas corrientes revisionistas que en las décadas del 60 y 70 asolaron las historiografías regionales, solo se animan en relación a hechos del pasado si alguien cuenta la hazaña de un gallardo bandolero, o la proeza de un matón, sangrienta.
Esa sedimentación de valores incorporados a lo largo de décadas explican determinadas persistencias conceptuales y discursivas. Esto nos permite entender el porque el revisionismo histórico que creó la ideología lopizta, pervive y se reproduce en la conversación general de amplias capas de la población. No bastó con la caída del régimen dictatorial de Alfredo Stroessner y el comienzo -por primera vez en su existencia autónoma desde 1811- de una sociedad paraguaya con valores democráticos (con las dificultades y retrocesos naturales a todo proceso de esta índole), para que desapareciera la ideología autoritaria centrada en la figura de Francisco Solano López.
Aún personajes claramente comprometidos con la nueva institucionalidad guaraní que sufrieron la persecución de la dictadura strossnista, hicieron suyo respecto a la visión de esa figura, un discurso similar al del caído autoritarismo colorado.
Así en 1982 Augusto Roa Bastos, uno de los más grandes escritores latinoamericanos, autor de textos esenciales de la literatura contemporánea de habla española como Hijo de Hombre y Yo, el Supremo, afirmó que Paraguay hacia mediados del siglo XIX, había alcanzado “una efectiva independencia y su autonomía económica”. Según Roa Bastos, el país fue arrastrado por la Triple Alianza a la guerra tramada y financiada por la “política de dominación del imperio británico”.
En idéntica sintonía, para Domingo Laíno, presidente del Partido Liberal, todos los males del país comenzaron en 1870 con la muerte del mariscal López. En esto coincide plenamente con el presidente del Partido Comunista, Oscar Creydt, que como informó un periódico asunceño fue uno de los “integrantes del Frente Patriótico Paraguayo (que) rindieron ayer un homenaje al ex presidente y héroe máximo del país, el mariscal Francisco Solano López. [...] Los asistentes valoraron el patriotismo y nacionalismo del Mariscal López y esperan que las generaciones siguientes de paraguayos sean dignos herederos del mandatario. [...] Los integrantes del Frente [son los] partidos Revolucionario Febrerista, Demócrata Cristiano, Comunista Paraguayo, Frente Amplio, Humanista y Convergencia Popular Doctor Francia”.
La dirigencia política suele no comer vidrio. Este tipo de declaraciones encuentran sin duda favorable acogida en las bases de las distintas agrupaciones firmantes. Y en aquellos sectores no tan minoritarios que aún añoran los “buenos tiempos del alemán (Stroessner)” y defienden la construcción del pasado formulada por ese régimen, con agresiva intemperancia.
Así se entienden las amenazas físicas y verbales que sufriera por parte de indignados lopiztas el escritor Guido Rodríguez Alcalá, autor de una novela que cuestiona no solo al personaje principal que aparece en sus páginas sino a toda la “línea histórica”: López-Caballero-Stroessner construida por el coloradismo en la que ese personaje opera como nexo entre el pasado lejano y el cercano. Caballero, tal el título de su novela publicada en 1986, es el paradigma de una desmitificación irónica muy acorde con las técnicas de la “nueva novela histórica hispanoamericana”. Rodríguez Alcalá acomete una iconoclasta tarea narrativa retratando a Francisco Solano López como un cobarde paranoico obsesionado por hipotéticas conspiraciones; a Bernardino Caballero (fundador del Partido Colorado, y considerado por el revisionismo, el sucesor de López) como un pícaro servil y aprovechado; y a los aliados como unos ineptos más interesados en beneficiarse de la guerra que en ganarla. Así, la contienda que los revisionistas habían convertido casi en un mito fundacional queda desdibujada y degradada. Cosa que no podía ser aceptado por quienes creían firmemente en ese mito. Y que respondían con el ataque a quienes como este escritor, perturbaban la convicción acerca de un pasado que ellos consideraban inmutable e inmodificable.
No es fácil destruir un mito, aunque la lógica de las evidencias, las fuentes y los documentos señalen claramente los pies de barro que lo mantienen erguido. Aún hoy los textos escolares paraguayos siguen proponiendo como modelos a seguir por las nuevas generaciones, a los niños que perecieron en agosto de 1869 en la batalla de Acosta Ñú, permitiendo con su holocausto que el dictador se pusiera a salvo de sus perseguidores. Es habitual que los padres ofrezcan a los adolescentes la lectura de obras sobre el tema. Escritas por lo general por autores populistas, destacan el coraje de esos chicos, pretendiendo avivar la indignación del lector contra los aliados argentinos-brasileños porque estos lucharon contra un enemigo más débil, al que exterminaron pese a su corta edad. Sin negar la creciente brutalidad en la etapa final de la guerra de las fuerzas brasileñas (en especial luego de retirarse del comando de las mismas el marques de Caxias y ser reemplazado por un yerno del emperador, el conde D’Eu), y de los argentinos que al mando del general Emilio Mitre se habían convertido casi en una asociación ilícita que secuestraba menores para pedir rescate, hay en ese razonamiento una indudable inversión de pruebas. Hasta la Decembrada -esa serie de combates que a fines de 1868 abrió el camino para que Asunción fuera ocupada por los aliados-, López podía esgrimir la necesidad de impedir el avance del enemigo con la esperanza de llegar a algún final favorable (o al menos una salida decorosa) para el Paraguay, incluyendo una intervención de países neutrales o el cansancio de guerra que empezaba a afectar el frente interno de Argentina y en menor medida de Brasil. Pero luego de la batalla de Lomas Valentinas quedó claro que la guerra estaba definitivamente perdida. No había ya ninguna justificación militar para que el autócrata paraguayo pusiera a luchar a niños casi desarmados contra soldados profesionales. Sin embargo eso fue lo que hizo. Y en su creciente y demencial criminalidad llegó al voluntarismo de intentar cambiar las leyes de la biología: por un decreto del 14 de febrero de 1869 declaró adultos a los varones de doce años. Esta conducta indefendible del dictador que llevó al innecesario sacrificio de miles de jóvenes víctimas, sigue siendo meritada por una parte considerable de la opinión pública paraguaya como admirable, demostrativa de la voluntad de resistencia de Francisco Solano López, quien era acompañado “voluntariamente” por todo el pueblo guaraní en su obstinación, al punto que las madres habrían entregado sus hijos inflamadas de fe patriótica y estos habrían acudido con entusiasmo a la inmolación.
No solo los paraguayos idealizan a los actores del pasado alimentando un espejismo que transforma al victimario en víctima. Los latinoamericanos en general y los argentinos en particular, suelen ser afectos a construir héroes románticos, con virtudes inventadas o convertidas subjetivamente en tales desde el defecto inicial. A ese héroe todo se le acepta, aún aquello que se reprueba en el resto de los mortales.
Un ejemplo de esta proclividad la encontramos aún en vida de Francisco Solano López. En julio de 1868, tras la toma de Humaitá por los aliados y el consiguiente dominio del río Paraguay por parte de la poderosa escuadra brasileña, López ordenó que cientos de sus hombres intentaran, en canoas y con armas blancas, tomar por asalto los acorazados blindados imperiales. La operación terminó en lógico desastre para los soldados paraguayos que fueron ametrallados desde las cubiertas de los navíos brasileños.
Ante la irracionalidad militar de ese ataque y la sangría de vidas unilaterales que el mismo supuso, el presidente Bartolomé Mitre escribió lo siguiente:
“Si nosotros, argentinos, hubiéramos cometido tal absurdo, se hubiera dicho que sacrificábamos la sangre de nuestros soldados o que éramos unos burros, y que nuestros soldados eran como bueyes que se dejaban llevar al matadero. Pero como lo hicieron los paraguayos, siguiendo órdenes de López, los argentinos no tienen palabras para demostrar admiración por el heroísmo de los paraguayos y por la energía de López”.
Este análisis que supera a la coyuntura del hecho comentado, explica en buena medida la persistencia actual del lopizmo (superadas las causas que fueron cimentando a lo largo de más de un siglo su construcción), no ya como ideología específica al servicio de procesos políticos determinados, sino como andamiaje sostenedor de la figura de Francisco Solano López, devenido en paradigmático personaje romántico de un pasado ficcionalizado ex profeso para poder escapar de los problemas o la medianía del presente.
Florencia Pagni y Fernando Cesaretti.
Escuela de Historia. Universidad Nacional de Rosario
grupo_efefe@yahoo.com.ar
http://grupoefefe.blogspot.com
BIBLIOGRAFIA:
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RODRIGUEZ ALCALA, Guido. Imágenes de la guerra y del sistema. Revue Nuevos Mundos. París, 2006.
En momentos de agitación, enfrentamientos, sangre y muerte en la Argentina, Francisco Solano López hijo del presidente del Paraguay Don Carlos Antonio López, y luego de la batalla de Cepeda en la que Mitre ve derrotado a su ejercito por el de la Confederación al mando de Gral. Urquiza; el que seria luego presidente del Paraguay, como mediador voluntario. oficioso y eficiente, logra imponer la paz con el Pacto de San José de Flores, en cuya plaza en la actualidad se recuerda el memorable acontecimiento. Por el resultado de su gestión fue ovacionado el entonces Coronel Francisco Solano López por la población agradecida de Buenos Aires, cuyos habitantes a su paso le arrojaron flores.
El pacto que conformaron Uruguay, Argentina y Paraguay, para defenderse mutuamente ante la evidente pretensión expansionista y avasalladora del Brasil estableció el compromiso para el caso en que cualquiera de ellos fuera víctima de la pretensión lusitana.
Ninguno de los otros dos ni el Uruguay de entonces ni la Argentina respetaron esa obligación y solamente el Paraguay con su presidente Francisco Solano López, con dignidad, entereza y hasta con ingenuidad; con esa inocencia que parecen tener aquellos que son respetuosos y fieles a sus principios en medio de la traición generalizada por él desconocida acudió presuroso a defender al Uruguay cuando el Brasil lo atropelló en Paisandú.
Sin embargo la Argentina con Bartolomé Mitre como su presidente y Venancio Flores, depuesto y asilado uruguayo en Buenos Aires, implorante y rastrero personaje, ya hacia algún tiempo habían determinado juntarse con el Brasil en el Tratado Secreto de la Triple Alianza para someter al Paraguay: pacifica, prospera y brillante nación señera y ejemplar en toda América.
Con la candidez que tiene el probo y por desconocer las traiciones que se habían urdido en su perjuicio sigilosamente, el Presidente del Paraguay alerta a Mitre del atropello brasileño y solicita permiso para atravesar con sus ejercito el territorio Argentino con la intención de defender al Uruguay. Mitre guarda cobarde silencio y no contesta. Por segunda vez vuelve a advertir Lopez y solicita la correspondiente autorización para atravesar Corrientes y de nuevo el silencio artero del Presidente Mitre hace a todas luces evidente el contubernio y la confabulación traidora.
Ante el compromiso asumido, frente a la dignidad del pacto y en defensa del Uruguay, la mudez cómplice y tramposa de Mitre precipita los acontecimientos, López no tiene otro camino mas que ingresar en territorio argentino para llegar hasta el Uruguay, que era su único objetivo. Mitre con indignación actuada y desbordante hipocresía se rasga las vestiduras y declara la guerra al Paraguay, por la invasión militar del territorio argentino.
Para los que entonces desconocían los detalles ocultos de los acontecimientos y ante el hecho de la penetración de tropas paraguayas, pudieron ver justificada la indignación del Gobierno argentino. Pero cuando posteriormente se conoce el Pacto secreto de la Triple Alianza firmado por los tres países con anterioridad a estos hechos, más la inequívoca intención de López de ir en defensa del Uruguay, le resta todo respeto y consideración a la actitud argentina asumida por decisión de su gobierno, de manera aviesa.
Sin embargo, se levantaron voces de genuinos representantes de la opinión publica que veían con claridad la injusticia de la traición ventajera y cobarde de los tres gobiernos.
Protestas como la de Juan Bautista Alberdi, José Hernandez, Carlos Guido y Spano, los caudillos de masas que se negaron a ir a la guerra y muchos mas, reconfortan y dejan a salvo el honor del pueblo argentino quien hablaba con ésas voces expresando su indignación. Ellas redimen a un pueblo que no aceptó la guerra, pero cubre aun más de ignominia y responsabilidad a su gobierno que siguió durante 5 años la masacre y el exterminio de todo la población, incluyendo sus mujeres, los ancianos y los niños.
Sus huestes mercenarias alentadas y hostigadas permanente por el estipendio y las manifestaciones petulantes e impías de su presidente Domingo Faustino Sarmiento quien sin disimulos manifestaba su desprecio y crueldad hacia ese pueblo devenido en ejercito al que no pudo doblegar, decía sin ambages: “... aun quedan unos pocos que morirán bajo las patas de nuestros caballos... ...No llama a compasión ese pueblo rebaño de lobos”, o su otra expresión mas canalla aun “... a los paraguayos hay que matarlos en el vientre de sus madres”.
Ya la guerra estaba terminada, los aliados tomaron Asunción, nombraron un gobierno sometido y elegido por ellos con paraguayos traidores que habían llevado consigo en sus barcos para la invasión.
Continuaron luego, inútil ya, la matanza de un pueblo que honrando su decisión prefirió morir a darse por vencido; pero ellos junto a sus infames aliados no pudieron alzarse con la victoria porque al Paraguay no lo vencieron, ¡lo mataron!, y matar al enemigo ya superado e indefenso no es victoria sino asesinato.
Pelear contra niños, mujeres y ancianos, con ventajas y hasta el exterminio, es honorable y glorioso solamente para los muertos víctimas del crimen de lesa humanidad que con toda impunidad los argentinos, los brasileños y los uruguayos, conscientes plenos y sin conmiseración, llevaron hasta el final en su macabra e inhumana decisión de eliminar a un pueblo heroico, al que no le asustó la muerte.
Ofender la memoria de mi pueblo en la persona de su máxima autoridad y representación, no tiene disculpa con ninguna excusa.
Comparar al mariscal con Hitler tiene una perfidia imperdonable. El editorialista del diario La Nación no puede alegar desconocimiento o ignorancia.
Hitler exterminó judíos y los persiguió hasta morir, invadió paises vecinos, intentó imponer una ideología y someter al mundo. El mariscal López y la nación paraguaya nunca tuvieron intenciones expansionistas con ninguna excusa, jamás ha objetado la presencia de ningún semejante por su raza, religión, condición o procedencia, fue y es cauto, moderado y hasta resignado ante el fracaso de imponer sus derechos y disputar sus posesiones frente a la ambición de los vecinos, como lo es hasta el presente.
Siempre ha sido atacado y despojado a lo largo de toda su historia y en la guerra del 70 ha sido masacrado sin piedad hasta el exterminio. Hitler atacó a los paises de su entorno. López defendió al suyo del ataque y la ambición de sus vecinos. Hitler se suicidó. A López lo mataron porque no pudieron doblegarlo.
Alemania se entregó y se declaró derrotada. Al Paraguay nunca lo vencieron, lo eliminaron. No se rindieron; por eso los cobardes invasores no ganaron la guerra. El Paraguay no se entregó. ¡Terminó la guerra cuando el Paraguay murió!.
Finalmente el ignominioso comentario del diario La Nación aclara: que los Ministerios de Educación de los paises involucrados “han decidido morigerar los términos ríspidos de la historia como para disimular los enconos”.
¡Absurda pretensión de inicuos continuadores sin arrepentimiento de hechos injustificables del pasado!.
¿Que significa esto?:
¿ocultar la masacre de niños en Acosta Ñu, quemados en vida y degollados?.
¿Obviar la mención de la quema del Hospital de Sangre de Piribebuy?.
¿No mencionar el asesinato absurdo y ruin de Pedro Pablo Caballero y de los defensores de Piribebuy?.
¿El saqueo de Asunción?. ¿No considerar el despojo y desmembramiento del territorio del Paraguay luego de la guerra, concretado con el acuerdo cómplice del gobierno compuesto por traidores legionarios nombrados por los mismos invasores y al efecto, los que llegaron con ellos desde Buenos Aires?.
¿Afirmar que nuestra Región Oriental terminaba en el Rio Apa al Norte y nuestro Chaco al sur en el río Pilcomayo y que así fue siempre desde tiempos remotos?.
¿No contar a nuestros niños que si no fuera por la mediación del Presidente Rutherford Hayes de los Estados Unidos todo nuestro Chaco hubiera sido arrebatado por la Argentina?.
¿Y que esta sin más remedio y a duras penas, por la tremenda presión que significaba el acatamiento del fallo arbitral tuvo que conformarse únicamente con despojar al Paraguay y apoderarse del territorio que hoy le llaman Formosa?.
¿Disimular y no contarle a nuestros hijos que incendiaron y destruyeron las industrias de la nación, arrasaron con las fundiciones de Ibycui, e hicieron todo lo necesario para que el Paraguay se sumiera en la miseria y en la imposibilidad de recuperarse sin ninguna necesidad y de manera inútil para ellos?.
Y por último: ¿debemos negar acaso, que frente a una sola víctima, para sentirse fuertes, reunir coraje, tres cobardes gobiernos se juntaron para salir de caza, asaltar al Paraguay y buscar un botín?.
Hoy mas que nunca y frente a los hechos actuales, con esta provocación que reaviva mi memoria y me llena de indignación, creo firmemente que de manera oficial y publica, como una vez lo hiciera, con humildad, el papa Paulo VI por la Inquisición que causó tanta muerte y sufrimiento, la Argentina debe reconocer la injuria y pedir perdón al Paraguay por el irreparable crimen.
Pero el arrepentimiento y la súplica del perdón carecen de valor si se limita solamente a su invocación; eso no le confiere mas que un mérito formal a la aceptación de una verdad difícil de rebatir y ocultar.
Para que sea otorgada la absolución debe cumplirse tres condiciones por parte de quien la implora: El reconocimiento de la culpa. El propósito de enmienda y la reparación del daño ocasionado.
El reconocimiento lejos esta de la aceptación por parte de algunos como se evidencia en el articulo del diario La Nación de Buenos Aires.
El propósito de enmienda se halla tan distante de su cumplimiento como aquel, evidenciado en la pertinaz conducta del apoderamiento de nuestros recursos que tiene y luce el mismo ímpetu destructivo de la masacre de la Triple Alianza, en esta nueva guerra sin balas, por las represas de Yasyreta e Itaipú, con los mismos invasores de entonces: Argentina y Brasil,
Y la reparación del daño está más lejos todavia. El despojo que amputó nuestro territorio, concretado vilmente cuando los que defendieron la integridad y la honra de la nación, que eran los únicos que podían oponerse, ya no pudieron porque sus cadáveres aun frescos estaban caídos en el callejón de sangre que corre desde Paso Pucu hasta Cerro Corá, y no podían levantarse para gritarles la injusticia del despojo inicuo... ¡Eso merece reparación!.
Considerando, entre otros, la intencional aniquilación de la guerra consumada por tres “valientes” aliados, con el propósito de apoderamiento y exterminio de su pueblo; la destrucción de sus recursos y la complicidad de traidores legionarios que avalaron con su complacencia los despojos. Concluyo con convencimiento honrado y absoluto:
Si la Argentina tiene suficientes razones, el Paraguay tiene mayor cantidad de argumentos para reclamar la restitución de los territorios arrebatados que las que tiene la Argentina para demandar a Inglaterra las Malvinas.
Aprecio a esta nación en la que vivo, pero a la Nación Argentina que me reconforta, la de Juan Bautista Alberdi y la de los nombrados mas arriba, a la de los caudillos de la provincias que se opusieron a la guerra, a la de los que pidieron justicia, e incluyo entre esos nombres a José María Rosas, a Garcia Mellid, historiadores argentinos contemporáneos. Agrego a esta lista a la presidente electa de los Argentinos: Sra. Cristina Fernández de Kischner que alivia con su gesto y con la claridad de su expresión el dolor memorioso e imborrable de mi pueblo.
En momentos de agitación, enfrentamientos, sangre y muerte en la Argentina, Francisco Solano López hijo del presidente del Paraguay Don Carlos Antonio López, y luego de la batalla de Cepeda en la que Mitre ve derrotado a su ejercito por el de la Confederación al mando de Gral. Urquiza; el que seria luego presidente del Paraguay, como mediador voluntario. oficioso y eficiente, logra imponer la paz con el Pacto de San José de Flores, en cuya plaza en la actualidad se recuerda el memorable acontecimiento. Por el resultado de su gestión fue ovacionado el entonces Coronel Francisco Solano López por la población agradecida de Buenos Aires, cuyos habitantes a su paso le arrojaron flores.
El pacto que conformaron Uruguay, Argentina y Paraguay, para defenderse mutuamente ante la evidente pretensión expansionista y avasalladora del Brasil estableció el compromiso para el caso en que cualquiera de ellos fuera víctima de la pretensión lusitana.
Ninguno de los otros dos ni el Uruguay de entonces ni la Argentina respetaron esa obligación y solamente el Paraguay con su presidente Francisco Solano López, con dignidad, entereza y hasta con ingenuidad; con esa inocencia que parecen tener aquellos que son respetuosos y fieles a sus principios en medio de la traición generalizada por él desconocida acudió presuroso a defender al Uruguay cuando el Brasil lo atropelló en Paisandú.
Sin embargo la Argentina con Bartolomé Mitre como su presidente y Venancio Flores, depuesto y asilado uruguayo en Buenos Aires, implorante y rastrero personaje, ya hacia algún tiempo habían determinado juntarse con el Brasil en el Tratado Secreto de la Triple Alianza para someter al Paraguay: pacifica, prospera y brillante nación señera y ejemplar en toda América.
Con la candidez que tiene el probo y por desconocer las traiciones que se habían urdido en su perjuicio sigilosamente, el Presidente del Paraguay alerta a Mitre del atropello brasileño y solicita permiso para atravesar con sus ejercito el territorio Argentino con la intención de defender al Uruguay. Mitre guarda cobarde silencio y no contesta. Por segunda vez vuelve a advertir Lopez y solicita la correspondiente autorización para atravesar Corrientes y de nuevo el silencio artero del Presidente Mitre hace a todas luces evidente el contubernio y la confabulación traidora.
Ante el compromiso asumido, frente a la dignidad del pacto y en defensa del Uruguay, la mudez cómplice y tramposa de Mitre precipita los acontecimientos, López no tiene otro camino mas que ingresar en territorio argentino para llegar hasta el Uruguay, que era su único objetivo. Mitre con indignación actuada y desbordante hipocresía se rasga las vestiduras y declara la guerra al Paraguay, por la invasión militar del territorio argentino.
Para los que entonces desconocían los detalles ocultos de los acontecimientos y ante el hecho de la penetración de tropas paraguayas, pudieron ver justificada la indignación del Gobierno argentino. Pero cuando posteriormente se conoce el Pacto secreto de la Triple Alianza firmado por los tres países con anterioridad a estos hechos, más la inequívoca intención de López de ir en defensa del Uruguay, le resta todo respeto y consideración a la actitud argentina asumida por decisión de su gobierno, de manera aviesa.
Sin embargo, se levantaron voces de genuinos representantes de la opinión publica que veían con claridad la injusticia de la traición ventajera y cobarde de los tres gobiernos.
Protestas como la de Juan Bautista Alberdi, José Hernandez, Carlos Guido y Spano, los caudillos de masas que se negaron a ir a la guerra y muchos mas, reconfortan y dejan a salvo el honor del pueblo argentino quien hablaba con ésas voces expresando su indignación. Ellas redimen a un pueblo que no aceptó la guerra, pero cubre aun más de ignominia y responsabilidad a su gobierno que siguió durante 5 años la masacre y el exterminio de todo la población, incluyendo sus mujeres, los ancianos y los niños.
Sus huestes mercenarias alentadas y hostigadas permanente por el estipendio y las manifestaciones petulantes e impías de su presidente Domingo Faustino Sarmiento quien sin disimulos manifestaba su desprecio y crueldad hacia ese pueblo devenido en ejercito al que no pudo doblegar, decía sin ambages: “... aun quedan unos pocos que morirán bajo las patas de nuestros caballos... ...No llama a compasión ese pueblo rebaño de lobos”, o su otra expresión mas canalla aun “... a los paraguayos hay que matarlos en el vientre de sus madres”.
Ya la guerra estaba terminada, los aliados tomaron Asunción, nombraron un gobierno sometido y elegido por ellos con paraguayos traidores que habían llevado consigo en sus barcos para la invasión.
Continuaron luego, inútil ya, la matanza de un pueblo que honrando su decisión prefirió morir a darse por vencido; pero ellos junto a sus infames aliados no pudieron alzarse con la victoria porque al Paraguay no lo vencieron, ¡lo mataron!, y matar al enemigo ya superado e indefenso no es victoria sino asesinato.
Pelear contra niños, mujeres y ancianos, con ventajas y hasta el exterminio, es honorable y glorioso solamente para los muertos víctimas del crimen de lesa humanidad que con toda impunidad los argentinos, los brasileños y los uruguayos, conscientes plenos y sin conmiseración, llevaron hasta el final en su macabra e inhumana decisión de eliminar a un pueblo heroico, al que no le asustó la muerte.
Ofender la memoria de mi pueblo en la persona de su máxima autoridad y representación, no tiene disculpa con ninguna excusa.
Comparar al mariscal con Hitler tiene una perfidia imperdonable. El editorialista del diario La Nación no puede alegar desconocimiento o ignorancia.
Hitler exterminó judíos y los persiguió hasta morir, invadió paises vecinos, intentó imponer una ideología y someter al mundo. El mariscal López y la nación paraguaya nunca tuvieron intenciones expansionistas con ninguna excusa, jamás ha objetado la presencia de ningún semejante por su raza, religión, condición o procedencia, fue y es cauto, moderado y hasta resignado ante el fracaso de imponer sus derechos y disputar sus posesiones frente a la ambición de los vecinos, como lo es hasta el presente.
Siempre ha sido atacado y despojado a lo largo de toda su historia y en la guerra del 70 ha sido masacrado sin piedad hasta el exterminio. Hitler atacó a los paises de su entorno. López defendió al suyo del ataque y la ambición de sus vecinos. Hitler se suicidó. A López lo mataron porque no pudieron doblegarlo.
Alemania se entregó y se declaró derrotada. Al Paraguay nunca lo vencieron, lo eliminaron. No se rindieron; por eso los cobardes invasores no ganaron la guerra. El Paraguay no se entregó. ¡Terminó la guerra cuando el Paraguay murió!.
Finalmente el ignominioso comentario del diario La Nación aclara: que los Ministerios de Educación de los paises involucrados “han decidido morigerar los términos ríspidos de la historia como para disimular los enconos”.
¡Absurda pretensión de inicuos continuadores sin arrepentimiento de hechos injustificables del pasado!.
¿Que significa esto?:
¿ocultar la masacre de niños en Acosta Ñu, quemados en vida y degollados?.
¿Obviar la mención de la quema del Hospital de Sangre de Piribebuy?.
¿No mencionar el asesinato absurdo y ruin de Pedro Pablo Caballero y de los defensores de Piribebuy?.
¿El saqueo de Asunción?. ¿No considerar el despojo y desmembramiento del territorio del Paraguay luego de la guerra, concretado con el acuerdo cómplice del gobierno compuesto por traidores legionarios nombrados por los mismos invasores y al efecto, los que llegaron con ellos desde Buenos Aires?.
¿Afirmar que nuestra Región Oriental terminaba en el Rio Apa al Norte y nuestro Chaco al sur en el río Pilcomayo y que así fue siempre desde tiempos remotos?.
¿No contar a nuestros niños que si no fuera por la mediación del Presidente Rutherford Hayes de los Estados Unidos todo nuestro Chaco hubiera sido arrebatado por la Argentina?.
¿Y que esta sin más remedio y a duras penas, por la tremenda presión que significaba el acatamiento del fallo arbitral tuvo que conformarse únicamente con despojar al Paraguay y apoderarse del territorio que hoy le llaman Formosa?.
¿Disimular y no contarle a nuestros hijos que incendiaron y destruyeron las industrias de la nación, arrasaron con las fundiciones de Ibycui, e hicieron todo lo necesario para que el Paraguay se sumiera en la miseria y en la imposibilidad de recuperarse sin ninguna necesidad y de manera inútil para ellos?.
Y por último: ¿debemos negar acaso, que frente a una sola víctima, para sentirse fuertes, reunir coraje, tres cobardes gobiernos se juntaron para salir de caza, asaltar al Paraguay y buscar un botín?.
Hoy mas que nunca y frente a los hechos actuales, con esta provocación que reaviva mi memoria y me llena de indignación, creo firmemente que de manera oficial y publica, como una vez lo hiciera, con humildad, el papa Paulo VI por la Inquisición que causó tanta muerte y sufrimiento, la Argentina debe reconocer la injuria y pedir perdón al Paraguay por el irreparable crimen.
Pero el arrepentimiento y la súplica del perdón carecen de valor si se limita solamente a su invocación; eso no le confiere mas que un mérito formal a la aceptación de una verdad difícil de rebatir y ocultar.
Para que sea otorgada la absolución debe cumplirse tres condiciones por parte de quien la implora: El reconocimiento de la culpa. El propósito de enmienda y la reparación del daño ocasionado.
El reconocimiento lejos esta de la aceptación por parte de algunos como se evidencia en el articulo del diario La Nación de Buenos Aires.
El propósito de enmienda se halla tan distante de su cumplimiento como aquel, evidenciado en la pertinaz conducta del apoderamiento de nuestros recursos que tiene y luce el mismo ímpetu destructivo de la masacre de la Triple Alianza, en esta nueva guerra sin balas, por las represas de Yasyreta e Itaipú, con los mismos invasores de entonces: Argentina y Brasil,
Y la reparación del daño está más lejos todavia. El despojo que amputó nuestro territorio, concretado vilmente cuando los que defendieron la integridad y la honra de la nación, que eran los únicos que podían oponerse, ya no pudieron porque sus cadáveres aun frescos estaban caídos en el callejón de sangre que corre desde Paso Pucu hasta Cerro Corá, y no podían levantarse para gritarles la injusticia del despojo inicuo... ¡Eso merece reparación!.
Considerando, entre otros, la intencional aniquilación de la guerra consumada por tres “valientes” aliados, con el propósito de apoderamiento y exterminio de su pueblo; la destrucción de sus recursos y la complicidad de traidores legionarios que avalaron con su complacencia los despojos. Concluyo con convencimiento honrado y absoluto:
Si la Argentina tiene suficientes razones, el Paraguay tiene mayor cantidad de argumentos para reclamar la restitución de los territorios arrebatados que las que tiene la Argentina para demandar a Inglaterra las Malvinas.
Aprecio a esta nación en la que vivo, pero a la Nación Argentina que me reconforta, la de Juan Bautista Alberdi y la de los nombrados mas arriba, a la de los caudillos de la provincias que se opusieron a la guerra, a la de los que pidieron justicia, e incluyo entre esos nombres a José María Rosas, a Garcia Mellid, historiadores argentinos contemporáneos. Agrego a esta lista a la presidente electa de los Argentinos: Sra. Cristina Fernández de Kischner que alivia con su gesto y con la claridad de su expresión el dolor memorioso e imborrable de mi pueblo.
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