Un poema
(im)perfecto
Las
casualidades o -como solemos decir en el campo del psicoanálisis -las
contingencias de un encuentro, a veces dan un envión, impulsan cosas que uno
viene pensando_ Y, de golpe, una idea se impone con la certeza de un descubrimiento.
Así
sucedió al enterarme a través de un noticiero por televisión del fallecimiento de un poeta: Juan Gelman. En una
entrevista de archivo Gelman decía: “El poema perfecto es escribir la muerte”. De inmediato recordé el único poema de Epifanía de los epitafios[i]
de Enrique Acuña, que había leído hasta ese momento-también por azar, ya
que el libro se había abierto en la página 9. Es el poema que le dio nombre, al
modo de título. Un poema perfecto.
El
“cespedmenterio” me había hechizado. Una palabra que circunscribe la muerte. Le
da bordes.
Así
lo decía Martín Alvarenga en su comentario: “Epifanía de los epitafios no es
muerte, clausura, ni punto y aparte, más bien se trata de un libro que deja
puntos suspensivos al lector, puntos en levitación que indican apertura de vida
(…)”.[ii]
Estamos
advertidos que cada uno lee con su fantasma. Ergo, no pretendo escribir sobre
el autor ni sobre sus intenciones de significación porque sé que terminaría
refiriéndome a mí misma. Pero un poema perfecto es también eso. Tiene una
función. Nos permite apropiarnos, adueñarnos de él; dice cada vez lo mismo y
algo distinto. Si eso no sucediese, entonces no sería perfecto, se dejaría leer
con indiferencia.
No
obstante esto, me parece que tiene sus aristas hablar, como Gelman, de un “poema
perfecto”. Creo que la poesía tiene su origen mismo en lo imperfecto. En lo que
falla, en lo que angustia, en lo que erra, cuando no hay palabra que pueda
decir… Y no obstante, el poema dice.
Sigmund
Freud da dos nombres al abismo: sexualidad
y muerte. Enrique Acuña lo nombra a
su vez epifanía de los epitafios. Un
taco de zapato nos arma el itinerario: aguja, roto, hueco. En ese poema uno se
fuga con nardos, se tropiezan lápidas, se desnudan héroes, levita un felino, se
sienten (¿o se da sentido a?) los sonidos. Conviven la carcajada y el silencio.
Es un
poema que resuena en el cuerpo y que me hace presente una afirmación de Roland Barthes sobre la escritura: “Partiendo de la palabra
escrita, podría remontarme a la mano, al músculo, a la sangre, a la pulsión, a
la cultura y al goce del cuerpo. Por ambas partes, la escritura-lectura se
expande hasta el infinito, compromete a todo el hombre, a su cuerpo y a su
historia; es un acto pánico cuya única definición segura es que no se detiene
en ninguna parte”.
Acto
pánico. O, más bien, acto frente al pánico. Sexualidad y muerte
son abordados por el acto. El de escribir. Y eso sí detiene lo que no se
detiene. Al menos, por un instante.
Entonces,
el poema es perfecto sólo por un momento y es en su imperfección -ya que falla
en decir sexualidad/muerte de una vez y para siempre- que radica su
potencialidad de decir. Porque abre la necesidad de otro poema, y otro, y otro.
Y así está hecho este libro: en los epitafios,
cuando podría creerse que ya no hay nada más que decir, acontecen las epifanías.
Verónica Ortiz
[i] Enrique Acuña: Epifanía de los Epitafios –poemas- Ediciones del Changarrito. México, 2013. (55
págs.
[ii] Comentario
de Martín Alvarenga a este mismo libro en el boletín “El
loro de AVA”-enero 2014.-